domingo, 19 de octubre de 2008

Lenguaje y racismo

HACE ALGUNOS AÑOS el ex presidente Vicente Fox afirmó que nuestros connacionales en Estados Unidos realizan trabajos que “[…] ni siquiera los negros quieren hacer allá”. En su momento causó un furor doble. Por un lado, provocó la indignación de quienes velan por los derechos humanos. Por otro, sirvió de pretexto para señalar lo hipócritas que son los intelectuales que se adornan con frases políticamente correctas para decir lo obvio: que los mexicanos, en Estados Unidos, realizan labores que casi ningún residente legal estaría dispuesto a hacer. Con lo anterior se entiende que el mexicano está por debajo de la población afronorteamericana en la escala social, precisamente por las estructuras —herencia de centenares de años de racismo— que existen al norte de nuestra frontera común.

Esto es lo que pretendió decir nuestro ex presidente, y todo el mundo lo sabe. Pero cuando se trata de lenguaje —sobre todo el lenguaje en boca de un presidente o un embajador— las palabras adquieren un peso que dichas en una cantina, por ejemplo, no poseen. ¿Fue racista lo que dijo Vicente Fox? ¿Es racista Vicente Fox? Estas dos preguntas no son tan fáciles de responder, pero vale la pena tratar de hacerlo por cuanta luz pueda echarse sobre el resto del país, sobre nosotros mismos. Ya que el tema se ha enfriado, considero que ahora es buen momento.

El racismo implica el empleo de estereotipos raciales para formular juicios de valor. En este caso, al decir “Trabajo como negro para vivir como blanco”, se da por entendido que los negros deben trabajar durísimo (y por muy poco dinero), mientras que los blancos deben gozar de buena vida (aunque trabajen muy poco en comparación con los negros). Más allá del estereotipo, no hay ninguna razón para aseverarlo. Aquí esta afirmación pertenece al lenguaje común, y es lenguaje racista. Ni duda cabe. No quiere decir que la persona que la pronuncie discrimine u odie a los negros, pero la sentencia en sí tiene un claro origen racista. Lo dicho por nuestro ex presidente también fue guiado por estereotipos, ya que —afortunadamente— existe una clase media afronorteamericana cada vez mejor aceptada socialmente.

Esto se confirma con la campaña que por la presidencia de Estados Unidos ha montado Barack Obama, el hijo de un padre keniano y una madre norteamericana, blanca, del estado de Kansas. Debemos recordar que desde los tiempos esclavistas de Estados Unidos, cualquier ser humano con algún ascendiente negro era considerado de raza negra. Según esta definición —odiosa en sí, pero muy real en la psicología norteamericana, tanto entre la población negra como la blanca—, Barack Obama es negro. Punto.

¿Pero es racista Vicente Fox, o sería racista cualquiera que empleara el dicho que él articuló tan desafortunadamente? Por desgracia, lo somos si recurrimos a estereotipos para emitir juicios de valor, y tanto peor si creemos en ellos.

En México el racismo se practica principalmente en contra del indígena; es profundo, nefasto y —a fin de cuentas— también autodestructivo. Emplear la palabra indio de manera despectiva para insinuar indolencia, estulticia, falta de honestidad, etcétera, es un insulto búmeran para quien lo profiere porque, a fin de cuentas, la influencia indígena en México es tal y tan omnipresente —e igualmente positiva por cuanto he visto en países donde hay poca o nula presencia indígena— que nadie se le escapa, por blanca que sea su sangre. El auto-odio es un cáncer que termina por destruir a quien lo padece. Culpar a la víctima por el estado deplorable en que es obligada a vivir deviene una de las más altas expresiones de cinismo. Y luego extrapolar de eso que el idioma que uno habla o el color de su piel es prueba de inferioridad o superioridad innata, posee tintes indiscutiblemente nacionalsocialistas, de la corriente más ortodoxa de Adolph Hitler, Joseph Goebbels y Martin Bormann.

Si bien el racismo se inició como una manera de distinguir entre los del grupo propio frente a los de otros grupos, con fines de autoprotección y supervivencia, en el mundo actual globalizado y casi totalmente intercontectado e interdependiente, el racismo carece de todo sentido práctico y su ejercicio perjudica el bien general, sin excepción. Pero resulta muy fácil emplearlo para fines oscuros —sean económicos, políticos o sociales— porque sus resortes son emocionales y psicológicos, no racionales. La razón nos dice que el racismo ya no tiene sentido y que no conduce a nada positivo, pero no hemos —como especie— dominado aún nuestro inconsciente irracional y primitivo, y en esta tarea debemos trabajar arduamente, todos los días.

Ambas fotografías provienen de Wikipedia


domingo, 12 de octubre de 2008

"Olimpia 68", la historia y el yo adolescente

TENÍA YO 15 años el 2 de octubre de 1968. La noticia de Tlatelolco me llegó de manera vaga a West Caldwell, New Jersey, donde entonces vivía. Creo que realmente no la comprendí, pues no me parecía posible que un ejército abriera fuego contra su propia gente. Esa primavera, en Francia, las manifestaciones y los disturbios habían ocupado las primeras planas de los periódicos, pero yo tenía 15 años, me sentía muy feo, no hablaba ni francés ni español, y sólo pensaba en cuántos años tendría cuando diera o recibiera mi primer beso: la política internacional no está necesariamente entre mis prioridades.

Eso cambió, de súbito, en menos de dos años cuando cursaba ya la preparatoria. El 4 de mayo de 1970 la Guardia Nacional de Estados Unidos abrió fuego contra estudiantes que se manifestaban en Kent State University en Kent, Ohio. Mataron a cuatro. Cuando a la mañana siguiente me encontré con mi amigo John Fellows en Bloomfield Avenue rumbo a la escuela e, indignado, le comenté la noticia, él muy cosmopolita me espetó: “¿Por qué te sorprendes? Si en México son mucho más bárbaros… Allá, en el 68 mataron a centenares”. Ese día, creo, empecé a leer los periódicos en serio, y no he dejado de hacerlo. ¿Cómo puede uno darse el lujo de vivir tan desapegado de la realidad, cuando esa realidad, en cualquier momento, puede caerle a uno encima?

Tres años después yo ya vivía en México, y uno de mis primeras peregrinaciones fue a la Plaza de las Tres Culturas, el lugar donde se dieron los hechos que me hicieron despertar políticamente, gracias al comentario tan off the cuff, tan “como si nada”, que me hizo mi amigo Fellows, quien ni siquiera ha de recordar nuestro diálogo. Vi los edificios, el Chihuahua, los restos de construcciones prehispánicas, la iglesia, la torre de la Secretaría de Relaciones Exteriores… Lloré, como suelo hacerlo cuando la realidad física se empalma con mi realidad emocional, chocan y de repente comprendo. A veces son lágrimas felices, como cuando me encontré de nuevo sobre un puente del Sena, vi la catedral de Notre Dame, escuché la música de un guitarrista y la belleza de mil años de París se me descargó como una iluminación, como una epifanía: los seres humanos somos capaces de crear maravillas para que todo el mundo pueda vivirlas. Pero mi epifanía de Tlatelolco me sacó las más amargas lágrimas de todo lo contrario: los seres humanos somos capaces de cometer los actos más abominables y crueles.

Ahora estos episodios han llegado a morderse la cola. Cuarenta años después de aquel 2 de octubre, tengo dos hijas, y como yo se metieron a estudiar teatro (sin conocer mis antecedentes). Yliana hizo la licenciatura en Teatro y Literatura Dramática en la Facultad de Filosofía y Letras, mientras que Leonora está terminando su último año en el Centro Universitario de Teatro (CUT), también de la Universidad Nacional Autónoma de México. (Yo, a diferencia de ellas, migré desde el teatro hasta la literatura latinoamericana). Y ahora las dos actúan en Olimpia 68, la obra de Flavio González Mello que dirige Carlos Corona en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco.

Esta obra de González Mello combina los dos acontecimientos torales de 1968 en nuestro país: la matanza del 2 de octubre y los juegos olímpicos que se iniciaron 10 días después. El dramaturgo los contrapone magistralmente desde el punto de vista de un grupo de atletas mexicanos y extranjeros que, sin querer, se topan con el movimiento en la persona de activistas perseguidos por órganos secretos del gobierno. El dramaturgo y el director han hallado el dificilísimo equilibrio entre comedia y tragedia, sin que estas se anulen o banalicen. En otras palabras, logran trasmitir escenificar la tragedia humana del 2 de octubre, pero lo hacen sin los panegíricos acostumbrados de una izquierda afecta a la solemnidad beatificante.

Las contraposiciones de comedia y tragedia en la obra son en extremo chocantes, en el sentido de que están diseñadas precisamente para eso: para chocar. Este tenor se establece desde el principio, donde vemos a un atleta a punto de iniciar una carrera eliminatoria, y justo cuando el competidor espera el disparo tras el cual se impulsaría hacia delante, es eliminado por el que dispara: la bala es real y no es tirada al aire sino al cuerpo joven de un inocente.

Olimpia 68 es una comedia de enredos y, al mismo tiempo, la tragedia de varias generaciones de mexicanos que han buscado la democratización de su país. Ha transcurrido el tiempo suficiente para que el humor haga su efecto corrosivo sin que parezca producto de insensibilidad o falta de respeto. Lo mismo ha sucedido con otras tragedias humanas, incluso mayores, como el Holocausto, por ejemplo, donde no se perdieron centenares de vidas en una sola ciudad sino millones a lo largo y ancho de todo un continente.

No tiene precio cómo este gran elenco de jóvenes y un gran veterano, José Sefami— logra recrear el horror al lado del sinsentido, el absurdo, la ceguera y la inocencia que en esos días coexistieron sin que la mayoría de las personas se diera cuenta cabal de ello. Debemos recordar que se hizo todo lo posible por enterrar la matanza. Muchos apenas supieron que algo había sucedido: lo importante era salvaguardar la integridad de los juegos olímpicos. Si después se supieron detalles y se pudo investigar y contar lo que realmente sucedió, se debe a los esfuerzos de todos aquellos que murieron o que estaban dispuestos a defender, con su vida, los ideales de aquellos jóvenes masacrados en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968.

La historia se vive de muchas maneras. Vayan a ver esta obra, y lleven a sus hijos si ya son adolescentes. Necesitan recordar aquello que nos ha formado, y el teatro es una manera de recordar y revivir experiencias que sucedieron en lugares y tiempos donde nosotros no estuvimos. El arte vence los obstáculos que el mundo físico nos erige. Yo viví de lejos y difusamente los acontecimientos del 2 de octubre, cuando mis hijas eran apenas una lejana posibilidad en un vastísimo mar de posibilidades. Ahora ellas, junto con los demás miembros del elenco, se han encargado de volver esos hechos una realidad palpable y actual gracias al arte de González Mello, Carlos Corona y todo el equipo técnico y de producción.

Horario: jueves, 20 horas; viernes, 20 horas; sábado, 19 horas, y domingo, 18 horas, en el Salón Juárez del Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la Unam. Consulte la cartelera: http://www.cultura.unam.mx/index.php?option=com_content&task=blogsection&id=8&Itemid=113

Fotografía de la matanza en Kent State: John Filo. Por esta fotografía ganó el Premio Pulitzer.

jueves, 9 de octubre de 2008

Sexo y sexualidad en el libro de Génesis

Este ensayo es la ponencia que leí en Monterrey, en el marco del XIII Encuentro Internacional de Escritores, dedicado a "Sexo y Sexualidad y en la Literatura". Es una versión resumida de un ensayo mucho más extenso que, algún día —espero— aparezca impreso.

LA BIBLIA ES uno de los primeros libros en reconocer, y convertir en discurso narrativo, el poder sensual y subversivo del deseo sexual. Génesis, el primero de los cinco libros de Moisés, está preñado —valga la metáfora— de sexualidad, y es natural que así sea: se trata de una compilación de relatos fundacionales de las sociedades de Occidente y Oriente Medio. Lo diré sin ambages: para llegar desde la nada hasta el todo, tiene que haber una explosión de actividad creativa, de ahí la palabra génesis: “origen o principio de algo”. En hebreo: B’reshit, “En el principio”.

Desde sus primeros capítulos somos testigos de encuentros sexuales de muy variada índole: la cópula, la concepción y el embarazo, la homosexualidad, el incesto, el ménage à trois, la violación, el enamoramiento, el onanismo, la prostitución, el acoso sexual, el amor a primera vista… También vemos cómo aparecen conceptos tan importantes como el significado y las implicaciones de la desnudez, el origen de la vergüenza; la delgadísima línea entre el deseo, la sexualidad y la violencia; la conexión entre embriaguez y sexualidad; la deshonra y los medios para vengarla, como el asesinato y el pillaje.

El libro de Génesis tiene una gran cantidad de hebras narrativas que tocan momentos críticos en las vidas de una serie de personajes que son la fundación misma de los tres grandes monoteísmos y las culturas que sobre ellos se erigieron: Adán y Eva, Caín y Abel, Noé, Abraham, Isaac, Jacob (con sus 12 hijos y una hija), Lot, más sus familias inmediatas y extendidas —con sus mujeres muchas veces extraordinarias—, sólo por mencionar los más conocidos. A pesar de que mucha gente piensa que la Biblia es un libro impoluto, libre de los instintos más bajos, carnales y —para decirlo pronto— humanos, no hay nada más lejos de la verdad. La Biblia, por lo menos la hebrea (que los cristianos llaman el Antiguo Testamento), es una creación que duró mil años en compilarse de principio a fin, y que tiene especial cuidado en explorar y ahondar no sólo en el aspecto heroico o santo de los patriarcas y su descendencia, sino también en sus facetas más oscuras y contradictorias, en sus fallas pequeñas y grandes. No las pasa por alto ni las oculta. Al contrario: las expone magistralmente en una serie de narraciones breves, a veces entrelazadas, que no dejan de ser inspiración para escritores, pintores, compositores, cineastas, dramaturgos y escultores, simplemente porque sus historias son absolutamente reales, actuales, aunque los usos y costumbres han cambiado mucho, por lo menos en la superficie: aún se dan, en el siglo XXI, algunas de las prácticas absolutamente salvajes que ya en estas historias bíblicas son puestas en tela de juicio, como el asesinato para vengar la deshonra, los castigos desmedidos y el total y absoluto desdén por los sentimientos, salud y bienestar de la mujer.

El sexo y la sexualidad permean el libro de Génesis a tal grado que sería irreconocible si los restáramos de sus relatos. (No sólo ocurre en Génesis, por supuesto, pero por el límite de tiempo, no me explayaré más). El ser humano, en el primer capítulo, es creado hombre y mujer simultáneamente. No es hasta el segundo capítulo donde vemos cómo otro narrador le enmienda la plana al primero, haciendo que Eva sea creada a partir de una costilla de Adán, con lo cual avienta la primera bomba de la guerra entre los sexos. Pero también nos deja con una imagen impactante: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne. Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban”.

La vergüenza es un leitmotif de la Biblia, y especialmente en Génesis. Adán y Eva, antes de su desobediencia y expulsión, no la conocían. Pero posteriormente será indicio de que algo está mal, y su causante primordial es la desnudez. Parece que estar desnudo y sentir vergüenza van de la mano, a menos que la desnudez sea absolutamente privada. Y así ha sido hasta nuestros días.

Leemos el primer caso de desnudez y vergüenza en la historia de Noé, después del diluvio, cuando se emborracha con vino, producto de la vid que él mismo había sembrado. Se queda tirado en su tienda, tal como Dios lo trajo al mundo. No habría pasado nada si su hijo Cam no hubiera entrado. Pero entró y vio a su padre. En lugar de cubrirlo, salió y —según la tradición— se burló de él frente a sus hermanos, Sem y Jafet. Éstos, que no veían qué tenía de chistoso la situación, tomaron su ropa y, acercándose a su padre de espaldas para no verlo, cubrieron su cuerpo desnudo.

Quienes no sentían vergüenza de su desnudez eran los habitantes de Sodoma y Gomorra. Pero eso sólo es indicio de algo mucho más perverso: su total falta de hospitalidad, su desprecio por el extranjero y la violencia con que se manejaban en todos sus asuntos. Cuando dos ángeles, en forma de hombres, visitan la ciudad de Sodoma en busca de Lot para salvarlo a él y a su familia del fuego con que Dios va a arrasar la región, el sobrino de Abraham les abre la puerta de su casa y les prepara un gran banquete, pero llegan los lugareños y exigen que Lot se los entregue para que puedan violarlos. El anfitrión, escandalosamente para la mayoría de los lectores, les ofrece a sus hijas vírgenes con tal de que dejen a sus invitados en paz. Tal era la importancia de la hospitalidad dentro de la familia de Abraham.

Los sodomitas no quieren saber nada de mujeres y se lanzan sobre Lot, pero los ángeles lo jalan dentro de la casa y hieren a los atacantes con una ceguera que los deja imposibilitados para hallar la puerta. Sólo se escapan Lot con su mujer y dos hijas. La mujer, durante la huida, desobedece, se da vuelta para ver la destrucción de las ciudades, y se convierte instantáneamente en una estatua de sal. Las hijas, que llegarían a habitar una cueva con su padre, piensan que son las únicas mujeres sobrevivientes sobre la tierra, y deciden emborrachar a su padre, a Lot, tener relaciones sexuales con él y así empezar la tarea de repoblación. ¡Y lo logran! Se supone que Lot ni cuenta se da, pero resulta difícil de creer. Más bien da la impresión de que todos los involucrados fingen no darse por enterados. Me imagino que para Lot todo habrá transcurrido en una especie de sueño o duermevela, y en sueños, todo se vale, hasta el incesto, el cual a su vez es otro leitmotif de la Biblia.

Si los sodomitas no lograron violar a los ángeles, la violación es —tristemente— otro leitmotif de este libro fundacional. Dina, la única hija de Jacob, el patriarca, es violada por Siquem, natural de la tierra adonde los hebreos han llegado con Jacob. Después de la violación, curiosamente, Siquem se enamora de Dina, pero no sabemos qué opina Dina al respecto. Total… Siquem va con los hermanos de Dina y les pide su mano. Éstos ocultan su ira y los convence de que no hay problema: sólo deben circuncidarse absolutamente todos los hombres del país. Y lo hacen, pero al tercer día, cuando el dolor está en su mayor intensidad, dos de los hermanos —Simeón y Leví— llegan hasta los recién circuncidados y, tomándolos desprevenidos, los pasan a todos por espada. No queda uno vivo. Y se llevan de botín todo, incluyendo niños y mujeres. Jacob entra en shock con lo que sus hijos han hecho; sabe muy bien que se trata de una salvajada imperdonable.

El onanismo y la prostitución tenían que figurar también en algún lugar prominente de Génesis. La palabra onanismo proviene del nombre propio Onán, hijo de Judá, hijo de Jacob. El primogénito de Judá, Er, era malo en los ojos de Dios, y murió. Por la Ley del Levirato —una especie de seguro de vida para viudas y huérfanos— Onán debía casarse con Tamar, viuda de Er, y darle descendencia en nombre del hermano fallecido. Lo hace, pero en lugar de eyacular dentro de la vagina de Tamar, vierte su semen en la tierra. Esto enciende la ira de Dios, pero no tanto por el desperdicio de semen sino por el egoísmo tan miserable de Onán, que no quería dar descendencia a su hermano. El placer de la masturbación no viene al caso, como los catequistas actuales quisieran hacernos creer.

Y es Judá mismo —en un hermoso cuento intercalado entre las historias de José, el penúltimo hijo de Jacob— el que se enreda con quien él cree es una prostituta. Como Judá, después de la muerte de sus primeros dos hijos no quiso dar a Tamar al tercero por miedo de que éste también muriera, la manda lejos a pasar su viudez. Pero Tamar, conociendo a su suegro, y sabiéndose merecedora de descendencia, se disfraza de ramera y se coloca donde sabe que Judá va a pasar. El suegro, al verla, le pregunta Cuánto, llegan al precio, pero como el hombre no lleva un cabrito encima, ella acepta en prenda su sello, cordón y báculo. Luego concluyen la operación. Judá se retira, Tamar vuelve a vestirse de viuda y nunca vuelve. Judá no la encuentra para entregarle el cabrito, pero le dicen tres meses después que Tamar está encinta, y éste monta en cólera y declara que debe ser quemada, y cuando se la presentan, dice ella que el dueño del sello, el cordón y el báculo que en ese momento presenta, es el padre de su hijo. Judá reconoce su propia maldad al no dar a Tamar, como marido, a su tercer vástago. Y Tamar no tiene uno sino dos hijos: Manasés y Efraín. Ahora, por desgracia, ni tiempo da de contar una de mis historias favoritas: el acoso sexual de que la mujer de Potifar hace objeto José… Pero es una historia sumamente inquietante, y si quieren, después les cuento.

Al leer con cuidado los episodios de Lot, de Onán, de Judá y Tamar, de la mujer de Potifar y José, nos damos cuenta de la enorme potencia de la sexualidad y cómo la Biblia no la soslaya ni le tiene miedo. No emplea eufemismos, y por otro lado tampoco se regodea en detalles. Los narradores bíblicos —más lacónicos que prolijos— saben que la gente, al escuchar estos relatos a veces minimalistas, los irá recreando a su propia imagen y semejanza, y que con su lectura —es decir re-creación personal y única— terminarán dando vida a los personajes.

Entre estos hombres y mujeres no hay ni uno perfecto. Algunos exudan sexualidad, mientras que a otros apenas les interesa, o llegan a dominar sus instintos de tal manera, que no hay historias que contar sobre ellos. Pienso en Isaac, por ejemplo, hijo de Abraham. Su gran momento fue el día en que su padre no lo sacrificó, como Dios le había pedido. Jacob es mucho más personaje porque se nos antoja mucho más humano, con múltiples facetas que podemos seguir explorando, sobre todo frente a sus hijos, e hija…

Alrededor de estas figuras hay más de dos mil años de tradición hermenéutica. Aquí he esbozado sólo algunas de las ideas con las que he debatido conmigo mismo durante la mayor parte de mi vida consciente. He leído repetidamente y con entusiasmo el libro de Génesis, y sé que aquí aún queda mucho por explorar dentro de este y muchos otros temas. Pero también queda por revisar los demás libros sagrados, sobre todo Éxodo, Samuel 1 y 2, Eclesiastés, el Cantar de los Cantares, Job, Esther y Rut, que siempre han sido mis favoritos. Cada vez que los releo —y aquellos que todavía no incorporo a mi canon de preferidos—, encuentro nuevas perspectivas que son capaces de cambiar mi propio punto de vista. Y esto es lo que más me fascina de la Biblia, y de toda gran literatura.