viernes, 28 de marzo de 2008

Entre la fricción y la ficción en la nueva novela de Eloy Urroz

Ayer en la noche, en la librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica, se presentó la novela Fricción de Eloy Urroz, miembro del primer Crack, o del Crack original, junto con Jorge Volpi, Pedro Ángel Palou, Ignacio Padilla y Ricardo Chávez Castañeda. El texto que se publica a continuación son las palabras que Sandro Cohen leyó en esa ocasión. También participaron los escritores Armando Pereira, Gerardo Laveaga y Jorge Volpi.

Eloy Urroz es un novelista nato. Aunque no lo conocí cuando era bebé —y no me consta que a los dos o tres años ya estuviera novelando—, si lo me lo encontré de jovencito, y por lo menos desde entonces ya friccionaba el lápiz contra el papel.

Me queda claro que desde aquellos tiempos remotos —ya hace 20 años, pues el primer libro suyo con dedicatoria que tengo en mi biblioteca, trae una firma fechada en septiembre de 1988—, a Eloy le gusta jugar no sólo con las palabras sino también con las ideas y la manera en que éstas se presentan. Desde que lo conozco ha sido un fanático de las estructuras, un arquitecto de edificios literarios que él adereza con seres que no son sino reflejos de él mismo en cuerpos y situaciones en extremo diversos. Y no sólo lo hace en prosa, pues su poesía también suele ser una zambullida en la otredad. Los que han leído su verso saben que sus fricciones poéticas pueden ser asaz atrevidas.

Como su amigo, he tenido el privilegio de leer casi todos los manuscritos de Eloy previo a su publicación. Incluso, he sido editor responsable de más de tres de sus libros. Trabajamos, por ejemplo, cercana y arduamente en la novela titulada Las Rémoras, obra importante dentro de Fricción, libro que presentamos esta noche. Dije que trabajamos pero pude haber dicho luchamos, porque editar un libro de Eloy se parece mucho a la grecorromana: él no da su brazo a torcer, pero en muchas ocasiones ha sido menester hacerle manita de puerco —para tomar prestada una frase de su flamante novela—, y lo digo por su carácter mismo: efusivo, desbordado, excesivo, generoso, monumental, maniaco, exuberante y, ¿falta aclararlo?, con cierta tendencia a la inseguridad. Para decirlo en términos de estrategia militar, ¿para qué construir un muro de protección alrededor de mi ciudad literaria, cuando puedo construir tres o cuatro?

Siempre he sabido que una explosión, cuando ocurre en lugar cerrado, causa mayor impacto. Esto, trasladado a la literatura —o a cualquier arte—, implica que una fuerza muy grande, como la potencia fricativa de Eloy, crece cuando es contenida. Éste, y no otro, ha sido mi papel como su editor: he querido potenciar sus bombas, su artefactos, su arte, sus fricciones.

Debo aclarar que Fricción es la primera novela de Eloy Urroz que no conocí en manuscrito. Es más: me enteré de su existencia hace cosa de un mes, por un comentario de Jorge Volpi en el auditorio Silvestre Revueltas de Canal 22. Enseguida le escribí a Eloy para decirle que en lugar de enviarme pasquines antilopezobradoristas escritos por gente bastante más desequilibrada que López Obrador mismo —quien en el contexto de la política mexicana actual me va pareciendo hasta coherente—…, que en lugar de eso debió haberme enterado de su nueva novela… Me contestó, muy apenado, quién sabe qué y me invitó a presentarla. ¡Chin! Yo pensaba que ya se había presentado. “¡Órale!”, me armé de valor, y eso que no sabía ni de qué trataba el libro ni mucho menos su extensión. Como ustedes pueden constatar, es tan voluminoso Fricción, que en él caben todos esos libros que los mexicanos no leemos en un año, o 10. Creo que el dato proviene de la UNESCO.

Sea como fuere, aquí estamos para presentarlo. Y no quisiera hacerme bolas. Fricción, en realidad, no es una novela sino un juguete de novelista. El título es exacto, o por lo menos alude a la esencia fenomenológica del asunto de marras. Como los juguetes son pretextos para que los niños demuestren de qué serán capaces en la vida real como adultos, Fricción es el libro que pretextó Eloy para demostrar a los adultos de qué es capaz como novelista, y cómo lo hace, como si sus novelas anteriores no fuesen indicio suficiente. Es una especie de museo urrociano de procedimientos novelísticos. También es catarsis, venganza, pitorreo… Vaya, es el lujo que se da un novelista travieso porque puede darse el lujo.

Los hilos argumentales de Fricción son precisamente eso: hilos argumentales. Ninguno de ellos se desarrolla a plenitud ni se resuelve. No es el caso. El narrador de Fricción, su protagonista, se parece, en muchos aspectos, al ser humano que llamamos Eloy Urroz, pero no diré en cuáles. En otras palabras, el libro contiene muchos elementos autobiográficos, y aquí no hay nada nuevo. Este narrador no sólo relata una fricción donde una joven guapa de nombre Matilde pone el cuerno a su esposo, con un pintor, sino que narra cómo él mismo hace algo parecido con la esposa de su mejor amigo. Pero se trata de la infidelidad más patética de que tengo conocimiento en la historia de la literatura mexicana, y aun así al narrador le cuesta el matrimonio. Aquí huelo una moraleja, que habría de ser algo así como: “Si vas a serle infiel a tu mujer o a tu marido, hazlo bien. Nada de medias tintas…”.

Este narrador es el friccionista del clítoris de la mujer de su mejor amigo, y también fricciona acerca de su experiencia como docente en cierta universidad de Estados Unidos, y aquí tampoco pudo ser más patética la historia, y su patetismo es exacerbado por el toque pantagruélico y delirante que recibe en la última parte del libro que tiene lugar en el pueblo llamado Las Rémoras, donde se juntan narrativa o simbólicamente casi todos los personajes de esta novela y la otra, publicada hace 12 años.

Pero dentro de la primera fricción, la del cuerno pintoresco, se fricciona otra historia, la del padre del pintor, donde entra toda una trama presocrática muy poco comprensible (y que Armando Pereira ha vuelto cristalina al decir que, para Urroz, viene Eris a enturbiar y revolver lo que Eros ya había unido. Palabras más o palabras menos). Lo que me llamó la atención, y lo que realmente me gustó de todo ello, es la manera en que Urroz mete el clutch narrativo y traslada, sin esfuerzo —de modo que casi no se nota—, el alma de la tercera persona en la de la primera. Si en la fricción se habla de metempsicosis, nosotros como lectores críticos podemos aludir a una especie de trasmigración de almas de personaje. Realmente lo hace muy bien, mucho mejor que Mario Vargas Llosa en El paraíso de la esquina de enfrente.

El lector de Fricción también es personaje. O por lo menos eso desea hacernos creer su autor. Hay, pues, un personaje llamado Lector, y se supone que nosotros debemos insertarnos aquí en su lugar. Curiosamente, es el menos desarrollado de toda la novela, o fricción. Tal vez por eso no funciona, o porque el juguete, en este nivel, se descompone, ¿adrede? Es tal el enredo, que merece un Deus ex machina, el cual nunca llega. Al final del libro el narrador mismo se ve en la necesidad de curarse en salud, y el Lector es orillado a enviar una airada protesta a una revista literaria, en la cual se hace patente que el libro es un bodrio de lo peor. Ambos mencionan contradicciones, incoherencias, etcétera. Pero hay bastantes más que ellos no mencionan, los cuales no da tiempo enumerar aquí.

¿Es todo ello importante? Depende del lente con que se aprecia el libro. Si fuera una obra tradicional, tendría que entrar en la categoría de novela de experimentación, pero eso pasó de moda hace como 100 años. Creo, más bien, que se trata, precisamente —como lo indica acertadamente su portada y el texto de la cuarta de forros— de una especie de juguete de fricción, de una zambullida calenturienta en el cerebro idem de un escritor que se toma muy en serio sus juguetes. ¿Es excesivo, sobreescrito, sobrecalentado, descuidado, pantagruélico? ¡Por supuesto! Es la provocación en que debemos caer si deseamos experimentar la fiebre que Eloy siente cuando se sienta a escribir. Las alucinaciones febriles se siguen, una tras otra, y ninguna —por decir lo menos— resulta aburrida. Esto hay que tomarlo con humor y cierta tolerancia. Cuando los niños juegan, es común que alguien salga lastimado. Aquí son los personajes, afortunadamente, ¿y verdad que los personajes de una novela nada tienen que ver con los seres humanos de la vida real? Siempre he querido explicar eso a los españoles de Castilla-La Mancha, tan ansiosos de enseñarme la auténtica casa de Dulcinea, quien tenía tan buena mano para salar puercos. Pero no he tenido éxito. Serían ellos los primeros lectores ávidos de Fricción de Eloy Urroz. Se sentirían, como muchos de nosotros, en casa.

Eloy Urroz con su esposa Lety en Editorial Colibrí, en 2003


martes, 18 de marzo de 2008

La huelga en la UAM debe concluir

La UAM-Azcapotzalco en primavera

Los profesores somos el puente entre la generación que nos antecede y la que tenemos frente a nosotros en las aulas. Debemos afirmar claramente que este sindicato no nos representa ni a nosotros ni nuestros intereses, que son la salud y el fortalecimiento de la UAM y de la universidad pública en general.

Soy profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana en Azcapotzalco. Algunos de los que leen este blog me conocen personalmente. En todo caso, no soy un misterio: doy clases; leo, escribo y edito libros; en mis tiempos libres toco el piano. Nada del otro mundo. Muchos dirían, aunque yo no estaría de acuerdo, que se trata de una existencia aburrida. Desde luego que difiero: uno vive, con su cuerpo y con su mente, todo lo que puede, pero el arte es lo que potencia y brinda mayor sentido a cada una de nuestras acciones. Para mí el arte en todas sus formas y la lectura en general abren puertas que conducen a mundos que jamás habríamos sospechado si nos hubiésemos limitado a nuestras propias experiencias de carne y hueso. Con la lectura y el arte, estas vivencias adquieren dimensiones que no sólo nos enriquecen a nosotros sino a todos los seres que nos rodean.

Por eso, como ciudadano, la actividad que más me satisface y recompensa es la de ser profesor universitario. He dedicado 30 de mis 53 años a esta actividad, y 28 años de esas tres décadas han transcurrido en las aulas de la Universidad Autónoma Metropolitana en Azcapotzalco. Apenas soy profesor de Redacción e Investigación Documental, y en ocasiones doy cátedra de Metodología de la Lectura, pero no me siento menos por eso: tengo el enorme privilegio de dotar a mis alumnos de las armas necesarias para navegar en un mundo complejo que los bombardea con ideas simplistas y pobres porque muchos quisieran que creyésemos que en realidad es así cuando, al contrario, nuestras experiencias individuales y colectivas confirman que el mundo se compone de infinitos matices de colores en extremo variados. Saber leer —asimilar, contextualizar, analizar y cuestionar cualquier texto, desde un artículo hasta poesía o una novela— y redactar —poner por escrito nuestros pensamientos acerca de todo lo que nos afecta e interesa— son las armas que a cualquier ciudadano hacen falta para comprender su mundo y, en su momento, cambiarlo, mejorarlo. A eso, como profesor e investigador, me dedico en ese campus de Azcapotzalco, alejado del mundanal ruido de las modas y la triste banalidad de quienes ven todo —y no sólo la política— en términos de blanco y negro, buenos y malos, izquierda y derecha. Allí, en la universidad pública, como docentes, tratamos de aprehender el universo y volverlo asequible en otros términos más humanos, más acordes con la realidad compleja que todos vivimos.

Desde hace casi 50 días la Universidad Autónoma Metropolitana ha estado en huelga. Creo en el sindicalismo y su papel fundamental en las relaciones laborales. Han sido y son necesarios. Pero la universidad pública no es una fábrica de pañales, tuercas o automóviles. Los sueldos de los trabajadores universitarios —profesores y administrativos— no se corresponden con las ganancias de los patrones porque las ganancias no son económicas y los patrones somos nosotros mismos: la sociedad civil. El Sindicato Independiente de Trabajadores de la Universidad Autónoma Metropolitana (SITUAM), al confundir la universidad pública con una fábrica, por motivos evidentemente políticos, hace un gran daño a la universidad, sus trabajadores y, sobre todo, a sus alumnos.

Concuerdo con algunos puntos de vista políticos que ostentan los líderes del SITUAM, con otros no. Pero eso nada tiene que ver con lo que está sucediendo en nuestra universidad. La actitud política anquilosada del sindicato, la cual se basa en la visión de lucha entre los intereses de los trabajadores (los buenos) y los de los patrones (los malos), está haciendo un daño enorme a la institución donde, para poder tomar en cuenta todos los puntos de vista, siempre debemos mantenernos —como colectividad— por encima de intereses tan estrechos como los que se manejan en el sindicato. Las convicciones de cada individuo, por supuesto, deben ser respetadas en un clima de pluralidad propio de la vida universitaria.

Esta huelga debe terminar ahora, hoy. No podemos darnos e lujo de brindar a la derecha más armas para alegar que la universidad pública no sirve para nada, que sólo es semillero para desadaptados y la narcoguerrilla. La universidad pública es demasiado importante. ¿Por qué vamos a permitir que la izquierda recalcitrante le haga los mandados a la derecha más obtusa? Los profesores, porque somos el puente entre la generación que nos antecede y la que tenemos frente a nosotros en las aulas, debemos afirmar claramente que este sindicato no nos representa ni a nosotros ni nuestros intereses, que son la salud y el fortalecimiento de la Universidad Autónoma Metropolitana y de la universidad pública en general, que la manera de mejorar las condiciones de trabajo y los salarios de los trabajadores no está en el eterno enfrentamiento sino en la comunicación constante entre iguales.

Los invito a todos a expresar su punto de vista y a comprometerse con la universidad pública, que jamás debe ser rehén de nadie, y menos de un grupo de intereses políticos tan estrechos como el SITUAM.


lunes, 10 de marzo de 2008

El universo narrativo y visual de Raymundo Herrera

EL DIBUJO, con recursos mínimos, revela la esencia de una emoción o un pensamiento. Para que sea expresivo, parte únicamente de una línea negra sobre un espacio blanco. Y así el dibujante va creando la ilusión de cuerpos sólidos en el espacio, los cuales vemos desde casi cualquier ángulo y en cualquier luz. Según la calidad y el carácter del trazo, las imágenes que vemos nos trasmiten —primero— la emoción, y —después— las ideas que le siguen y que van conformando un discurso, la historia tras cada dibujo montado a base de aquellas líneas negras.

Los dibujos de Raymundo Herrera explotan al máximo esta esencialidad, y lo hacen en sentidos contrarios. Las superficies con que nos presenta —caras y cuerpos, vestidos y desvestidos— sugieren una vida interior invisible, movimientos anteriores y posteriores al instante que el dibujo congela. En otras ocasiones logran el efecto contrario: lo que vemos no es más que una apariencia, pues la realidad está en otra parte, pero por la máscara, sabemos cuál es.

Entre estos dos polos se tensa la línea gráfica y anecdótica de Herrera. A veces explicita lo interior; en ocasiones lo insinúa. Sus caras pueden ser máscaras que ocultan lo que adivinamos, que resaltan lo que no podemos ver, o son los vehículos que expresan de manera directa y contundente lo que llevan dentro y que nos toca a nosotros también, quienes nos dejamos llevar por la imagen con sus múltiples niveles de sentido.

Impresionan la plasticidad y la viveza de estas imágenes. Casi siempre son asimétricas, vistas desde ángulos no comunes. Se encuentran en un momento de tensión, de inestabilidad al filo del movimiento, el cual percibimos claramente como una inminencia, la cual las resuelve y armoniza. En otras palabras, es el observador quien completa el dibujo, quien termina por darle vida. Esta complicidad les da profundidad y las vuelve expresivas. Raymundo Herrera logra este cometido gracias a la seguridad y maestría con que separa los espacios positivo y negativo, en la sabiduría que emplea para convencernos de que, a fin de cuentas, tras la ilusión en blanco y negro está la gama entera de luces y sombras, colores y volúmenes, la brillantez y opacidad que somos todos.

Peso, color, estructura —por un lado—, y pensamiento, emoción, acción —por el otro— son el alma invisible de estos dibujos que no son más que líneas delgadas y gruesas, breves y alargadas. Pero son suficientes para dar luz a un mundo en plenitud: el universo narrativo y visual de Raymundo Herrera.






Los dibujos de Ray Herrera pueden verse en Café La Gloria, Vicente Suárez 41, Colonia Condesa

jueves, 6 de marzo de 2008

Las FARC, la mala fe y Lucía Andrea Morett Álvarez

o... "Carlos Mota arremete en contra de la UNAM, las facultades de Filosofía y Letras y Ciencias Políticas y Sociales, con todo y sus estudiantes"

Dos aguerridos guerrilleros de la Facultad de Filosofía y Letras, mi hija Yliana Cohen y el doctor Rubén Bonifaz Nuño, en Nepantla, 2003


La ignorancia —como la pobreza— lastima, sobre todo porque la ignorancia es una especie de pobreza. Pero más lastima la ignorancia cuando es voluntaria, cuando claramente hay ganas de no entender. Hace un mes exactamente publiqué en esta Caja Resonante un artículo que hablaba de la manera en que algunas personas, como el periodista Carlos Mota, confundían arte con entretenimiento. Me negué a creer que fuera por simple maldad o ganas de rebajar el espíritu humano —muchas veces intangible, en ocasiones sublime, otras veces terrible y casi infinito en sus posibilidades— a un producto de intercambio comercial. Más bien lo achaqué a “un grave malentendido”. Pero hoy, en el periódico Milenio, en cuyo suplemento cultural Laberinto colaboro desde su nacimiento en 2003, apareció otro artículo del señor Mota, el cual pone en tela de juicio el beneficio de la duda que le había otorgado originalmente.

En los seis párrafos de “¿Quién quiere estudiar filosofía en la UNAM? el articulista emprende una embestida brutal en contra de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, de sus estudiantes y en contra de la Universidad misma. Y lo hace a raíz de la presencia de Lucía Andrea Morett Álvarez, estudiante de la facultad mencionada, en un campamento de las FARC cuando éstas fueron atacadas por el ejército de Colombia dentro de territorio ecuatoriano.

El artículo de Carlos Mota no tiene desperdicio. En el primer párrafo pregunta “¿Qué perspectivas profesionales tiene un joven que estudie en la Facultad de Filosofía y Letras o en la de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM?”. Quiere saber si podrán ser contratados por empresas como “Unilever, Nokia, Sony o Cemex”. Después se pregunta: “¿Querría? ¿Está preparado para agregar valor económico o para generar empleos?”.

Insinuar (pues no lo afirma) que un estudiante de filosofía —o de ciencias políticas— no sirve a la sociedad porque no está preparado “para agregar valor económico o para generar empleos” es como sugerir que un físico nuclear es inútil porque no está preparado para escribir ni para explicar las sutilezas del endecasílabo sáfico en los Siglos de Oro. En general, quienes deciden estudiar filosofía o literatura no lo hacen porque desean generar empleos o agregar valores económicos a la sociedad sino porque buscan comprender a la sociedad. Ni Filosofía y Letras ni Ciencias Políticas y Sociales son escuelas vocacionales. No sirven para formar empleados destinados a Unilever, Nokia, Sony o Cemex. Su propósito es el de formar pensadores autónomos, críticos, inquisitivos y propositivos, con amplios conocimientos históricos y teóricos en sus respectivas áreas de estudio.

Cuando decidí estudiar literatura —la licenciatura y maestría en Rutgers, en Estados Unidos; el doctorado en la UNAM— sabía muy bien que las perspectivas de trabajo dentro de mi área específica de especialización eran limitadas: daba clases, escribía o editaba literatura. Desde luego que había otras opciones que le habrían gustado a Carlos Mota: podría haberme convertido, como muchos poetas, en publicista o negro para cualquiera de los miles de apparatchiks gubernamentales o corporativos incapaces de hilar las oraciones independientes y subordinadas de su propio discurso. ¡Vaya! ¡Eso sí se llama valor agregado! Hasta podría haberme ofrecido para corregirle el estilo al señor Mota, cuyo manejo del gerundio deja mucho que desear (“Uno […] se puede topar con un dentista transformado en publirrelacionista teniendo éxito, prosperando […]”. Las cursivas son mías). Noticia para nuestro columnista: no todo el mundo está movido por las ganas de enriquecerse y trabajar para empresas trasnacionales; algunas personas prefieren vivir modestamente, inmersas en los placeres del conocimiento. Hasta ahí el primer párrafo…

En el segundo párrafo el articulista escribe que en una ocasión dictó una conferencia “en uno de los auditorios de la UNAM”, sin especificar la facultad. Enseguida procede a tachar a los alumnos de tontos: “[…] recuerdo que los estudiantes me escuchaban con cara de no entiendo nada, como si les estuviera hablando de otro planeta”. Pero la culpa, según él mismo, no era del conferenciante sino de los alumnos: “[…] no tengo problema para comunicarme en un lenguaje claro con quien no domina la materia de negocios. El problema estaba en otro lado”. Conclusión lógica: los alumnos en cuestión —alumnos de la UNAM— eran densos, obtusos; tontos, pues: incapaces de comprender sus conceptos tan claramente expuestos.

El tercer párrafo, sin embargo, es precioso. Es allí donde se desnudan las verdaderas intenciones del señor Mota. Es preciso copiarlo todo para que no quepa ninguna duda, para que no exista posibilidad alguna de mala interpretación o de que las palabras sean comprendidas fuera de su contexto:

Los numerosos ejemplos de estudiantes de esas facultades, empezando por El Mosh y aderezado esta semana por Lucía Andrea Morett Álvarez —la estudiante mexicana herida en el campamento de las FARC en Ecuador—, deberían merecernos reflexiones serias sobre los programas académicos, las habilidades conceptuales y —en todo caso—, el adoctrinamiento de que son sujetos algunos jóvenes en esas aulas.

Si Dios me dio las entendederas suficientes para comprender el lenguaje tan claro de Carlos Mota, entonces debería yo colegir que, en primer lugar, lo que abunda en Filosofía y Letras y Ciencias Políticas y Sociales son alumnos como el Mosh y Lucía Andrea Morett Álvarez, pues Mota afirma que allí hay “numerosos ejemplos de estudiantes” con esas características. Esto, de nuevo, lo insinúa mas no lo afirma. Al emplear la palabra “numerosos” sólo alega que son muchos, pero no ofrece un porcentaje ni dice cuántos pasaron por allí ni en qué lapso, como si el Mosh y Lucía Andrea Morett compartieran el mismo espacio y tiempo, y con idénticos fines. “Numerosos” pueden ser cinco o diez o veinte o mil, pero el Mosh es uno, y Lucía Andrea Morett Álvarez es otra. No tienen nada que ver entre sí más allá de que ambos simpatizan —al parecer— con causas de la izquierda. Esto, entonces, es lo que preocupa a Carlos Mota, porque es lo único que tienen en común. Es como si pudiéramos amontonar a Felipe Calderón y Joseph Göbbels en la misma frase porque ambos simpatizan —o simpatizaban en el caso de Göbbels— con causas de la derecha. ¿Verdad que no se vale?

Otro detalle de este párrafo que provoca malestar, si no náusea: poner en cursivas la palabra estudiante. Aquí el articulista da a entender, con toda claridad mediante el uso de la letra bastardilla, que Morett Álvarez no es estudiante sino seudoestudiante porque se ha involucrado en causas de izquierda. En la mente estrecha de Carlos Mota, una cosa parece invalidar la otra. ¿Los estudiantes no tienen libertad de pensar, de asociarse con personas de uno u otro grupo? ¿Por ello dejan de ser estudiantes?

Pero Mota no se detiene allí sino que a partir de estos dos nombres pone en duda no sólo los programas académicos universitarios sino también las habilidades conceptuales de los alumnos (de nuevo insinúa que son algo así como débiles mentales). Y no contento con este rebajamiento, afirma explícitamente que son sujetos de… ¡adoctrinamiento! Es cierto que el articulista se cura en salud al escribir, cuidadosamente, la palabra “algunos” (entiéndase “no todos”, “ni siquiera la mayoría”), pero en muchas instancias, como ésta, la insinuación es poderosa: ese “algunos”, debemos entender, son realmente “numerosos”, como ya lo había escrito incontrovertiblemente en el párrafo anterior. Debemos entender que el Mosh y Lucía Andrea Morett Álvarez están a la cabeza de una vasta conspiración de izquierdosos descerebrados, egresados de “esas facultades” que “Quieren romper el mundo, no construirlo”. ¡Zas!

Ya me anticipé, pues brinqué hasta el quinto párrafo. Pero debo señalar, para ser justo, que una vez más el columnista se curó en salud antes de emplear las palabras que acabo de citar. Escribió, textualmente, que se trata de “varios jóvenes de esas facultades”. Estas curaciones saludables empiezan a preocuparme. Primero eran tontos todos los alumnos que habían escuchado su conferencia. Luego eran “numerosos” los estudiantes como el Mosh y Lucía Andrea Morett Álvarez. Y de “numerosos” pasó a “algunos” y después a “varios”. ¿Por fin? ¿Son dos, son algunos, son varios o son todos?

Desde luego que para Carlos Mota no habría causa de alarma alguna si sólo fuesen dos, o algunos o varios. Sin juzgar ni al Mosh ni a Lucía Andrea Morett Álvarez —porque no soy juez ni tengo toda la información en mi poder, y sobre todo porque no tienen nada que ver entre sí— podemos afirmar sin temor alguno que en todas partes hay personas que participan en actos que atentan en contra de las instituciones democráticas, o que parecen que podrían estar participando en actos que atentan en contra de las instituciones democráticas.

Hasta donde tengo noticias, Lucía Andrea Morett Álvarez hacía investigación académica; no sé exactamente qué la llevó a estar presente en el campamento de las FARC, una organización que, para mí a estas alturas, es a todas luces detestable, pero aun así es legítimo que una investigadora social, como Morett Álvarez, desee penetrar en ese mundo y comprenderlo, con todos los riesgos que eso implica. O tal vez, en efecto, se había convertido en combatiente solidaria de las FARC. Todavía no lo sabemos (y tampoco lo sabe nuestro articulista), pero aun así ella es una persona, y no todos los revolucionarios salen de las facultades de Filosofía y Letras o Ciencias Políticas y Sociales. Fidel Castro estudió Derecho; el Che Guevara, Medicina; Theodore Kaczynski, el Unabomber, era matemático. ¿Es necesario citar más nombres para dar al traste con el fallido razonamiento de Carlos Mota?

El cuarto párrafo no tiene pies ni cabeza. El columnista afirma que “el problema no está en la disciplina” porque “hay exitosos egresados de licenciaturas afines que se emplean en agencias de investigación de mercados o que se insertan en procesos creativos en corporaciones que gustan de nutrirse de talento diverso […]”. Debemos comprender, pues, que sólo hay “disciplina” si los egresados de las facultades apestadas por Carlos Mota son capaces de emplearse “en agencias de investigación de mercados o que se insertan en procesos creativos en corporaciones que gustan de nutrirse de talento diverso”. No se requiere disciplina alguna para aprender griego clásico o latín, filosofía kantiana o hegeliana, las minucias del desarrollo literario e intelectual de Occidente de la Edad Media hasta nuestros días. Sólo Dios sabe cómo los indisciplinados débiles mentales de Filosofía y Letras pueden hacer eso. Han de ser idiots savants.

Ya hablé del quinto párrafo, donde el articulista evoca a los dentistas convertidos en publirrelacionistas teniendo éxito y prosperando. La gente puede estudiar cualquier carrera para luego trabajar de otra cosa, pero “no es común hallar un filósofo de la UNAM inserto en el mundo de los negocios”. Y pregunta retóricamente: “¿Por qué será? Contesto yo, de modo igualmente retórico: Porque a un estudiante de filosofía no suele interesarle el mundo de los negocios, como los físicos nucleares no suelen dedicarse a escribir poesía como modus vivendi, a pesar de que —en teoría— podrían hacerlo.

¡Ah! ¡Pero el sexto y último párrafo es una verdadera joya! En Estados Unidos —ese paraíso en la tierra, modelo de todo lo bueno y encomiable— “es numeroso el grupo de filósofos o egresados de escuelas de arte que luego estudian un MBA [Masters en Business Administration]. ¿Su propósito? Hacer negocios. Prosperar. Aquí, sin embargo, los exportamos a los campamentos guerrilleros latinoamericanos”. ¡Éstos son los iluminados! A pesar de haber perdido el tiempo aprendiendo cosas inútiles como arte, literatura y filosofía, después vieron la luz y se metieron a estudiar Administración de Empresas a fin de volverse ciudadanos útiles, mientras que nuestras facultades análogas exportan a sus alumnos —fíjese usted bien: no dijo varios, algunos o numerosos, sino “los” alumnos, que son todos por omisión— a “los campamentos guerrilleros latinoamericanos”. Y luego tiene la desfachatez de preguntar: “¿Por qué es ese su destino?”.

Que yo sepa, no ha sido el mío ni el de mi esposa, Josefina Estrada (egresada y profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales), ni de ninguno de nuestros centenares de compañeros y maestros. Podría enumerarlos pero tendría que destinar decenas y decenas de páginas a sólo dar cabida a sus nombres y apellidos. ¿Cómo es que nosotros no fuimos “exportados” a los campamentos guerrilleros latinoamericanos. ¿En qué nos fallaron nuestras facultades, ineficientes hasta para eso?

El cinismo y la arrogancia de algunos mal llamados pensadores de derecha no tienen límite. No todos, sin embargo, son cínicos y arrogantes; algunos de ellos, incluso, son artistas y… filósofos. Creen, por ejemplo, en un orden social predestinado que no debemos intentar cambiar porque eso sería atentar contra la naturaleza humana: algunos deben mandar y otros deben ser mandados. Este pensamiento ha evolucionado a lo largo de los siglos, pero en términos generales los pensadores de derecha buscan mantener el status quo a como dé lugar.

Otros, tildados de izquierdosos, piensan lo contrario. Creen que es posible que el pobre, el desheredado, el que nació sin ventajas, puede recibir una buena educación y ser parte productiva y líderes de la sociedad sin dar la espalda a quienes aún no han podido levantarse. Pueden ser activos en los negocios, en la política, en las ciencias y las matemáticas o en búsquedas intelectuales o artísticas. Todos los terrenos del conocimiento son igualmente válidos. No sólo pueden llegar a ser parte productiva de la sociedad sino que pueden llegar a conducirla. Pero aquellos que temen el poder de los que en sus espaldas cargan el mayor peso de la sociedad mediante su trabajo manual, denuestan a quienes los apoyan, a los izquierdosos.

Yo soy el primero en denunciar a la izquierda de pose, la que monta marchas y manifestaciones infinitas y sin sentido en lugar de hacer el trabajo político realmente necesario en este país, el cual consiste en educación, sensibilización y cabildeo inteligente. Pero de ahí a menospreciar, devaluar y hasta insultar a dos de las facultades que han producido algunos de los pensadores y creadores más brillantes no sólo de México sino de toda América Latina y el mundo, hay mucha distancia.

Lucía Andrea Morett Álvarez no es el Mosh. No sé con qué elementos cuenta Carlos Mota para acusarla, así nomás, de guerrillera. Hasta que sepamos exactamente por qué estaba donde estaba, y qué hacía, nadie puede ni debe hacer afirmaciones tan temerarias. Es más que posible que haya sido por una concatenación de coincidencias. Por ejemplo: estando en el Ecuador por razones de investigación o incluso recreación, pudo haberse topado con alguien cercano a las FARC. Y ella, como simpatizante y estudiosa de causas de izquierda, pudo haber aprovechado eso para conocer a este grupo narco-guerrillero de primera mano, sin jamás pretender afiliarse como combatiente. Y en eso cayó el ataque de ejército colombiano. No lo sé. Es una posibilidad.

Mi cuñado Agustín Estrada, director del FARO de Oriente, la conoce porque allí da talleres de teatro para niños, y “es muy buena onda con los chavos”. Esto no significa, por supuesto, que no se pueda ser simultáneamente guerrillero y “buena onda”, guerrillero y teatrero. Todo es posible, pero una cosa no conduce necesariamente a la otra, como insinúa irresponsable e irrespetuosamente Carlos Mota en su vergonzosísimo artículo de hoy, 6 de marzo de 2008.

miércoles, 5 de marzo de 2008

El dinero, en directo

Serían siete pesos, por favor...


DE VEZ EN CUANDO vale la pena reflexionar en cómo hablamos. Uno de los fenómenos que me ha llamado la atención en años recientes, es el uso de la fórmula “Serían … pesos”, la cual emplean los cajeros cuando nos cobran en cualquier tienda. Ayer por ejemplo, en el súper, una señorita —después de pasar cada objeto por el lector de código de barras—, me anunció cuasi-tentativamente: “Serían 789 pesos, por favor”.

Y yo pienso: “¿Si se satisficieran cuáles condiciones, serían 789 los pesos que debiera pagar?”. O… Si quisiera pagar, y ni modo de salir sin desembolsar el dinero, ¿serían 789 pesos los que pagaría? ¿Por qué incontables cientos de miles de cajeros en este país utilizan el condicional —considérese tiempo o considérese modo— para cobrar a 100 millones de mexicanos? ¿Serían 789 pesos, o son 789 pesos?

Evidentemente, la señorita se queda con la mano extendida. Sabe que debo pagar 789 pesos. La única condición para que así sea es el hecho de que pienso llevarme los objetos que ya se encuentran dentro de tres bolsitas de plástico. Si no compro, no pago y no es nada. Si compro, pago: son exactamente 789 pesos los que debo pagar. ¿Por qué, entonces, el condicional?

Siempre es arriesgado ejercer de psicólogo lingüístico sin título, pero en casos como éste resulta difícil resistirse a la tentación. Al parecer, el uso del condicional en situaciones como la descrita pertenece a la misma categoría de “mande”, “si fuera usted tan amable” y “¿no me trae un plato de sopa” en lugar de “¿Me trae un plato de sopa?” —a secas, sin el “no”—, o mejor: “Tráigame un plato de sopa”. (Un por favor no saldría sobrando: la cortesía nunca está de más).

En otras palabras, parece que —en efecto— es cuestión de cortesía o ganas de evitar lo que podría parecer agresivo. Aunque es obvio que nos están cobrando una cantidad específica por una compra igualmente específica —lo cual no admite discusión ni el planteamiento de circunstancias hipotéticas—, el matiz que detectamos es el de un paliativo. Es como si el cajero dijera: “Si yo tuviera el atrevimiento de cobrarle directamente y sin subterfugios, serían 789 pesos los que debiera pagarme. Ahora bien, usted decide si los paga. Aun así, está claro que si uno quiere llevarse los objetos en cuestión, necesita soltar la feria. Sin embargo, no soy yo quien se la exige sino usted mismo al comprender esta situación tan penosa en que me encuentro. A mí no me gusta cobrar —a pesar de que me pagan por ello—, pero si usted quisiera llevarse la mercancía, serían 789 pesos. Que tenga un bonito día”.

—Igualmente —respondo. Sea como fuere, tengo mis tres bolsitas y 789 pesos menos.