domingo, 30 de septiembre de 2007

Ciudades espejo de guerra y paz: Bogotá, París, México, Nueva York

cuando uno viaja a otra ciudad, o a ciudades de otros países, lo primero en que se fija es cómo se vive en la calle, en el sabor de los barrios. Se trata, quizá, del indicador cultural más importante de cualquier lugar. Así vemos qué es importante para sus habitantes. En Nueva York, por ejemplo, nos damos cuenta de inmediato que la rapidez es de suma importancia en la parte central de Manhattan: hay aceras anchas para que mucha gente camine a gran velocidad, y en el subsuelo está el verdadero sistema circulatorio: el tren subterráneo, que llega prácticamente a todas partes y que todo el mundo utiliza, no sólo los pobres y quienes no tienen coche. Allá, gracias al subway, poca gente necesita o quiere auto. Y en la parte sur de la isla todo cambia: calles estrechas, cafés sobre las aceras, restaurantes acogedores. Para decirlo pronto: una especie de pequeño París en Manhattan.

A los neoyorquinos, tanto les ha gustado la experiencia europea del restaurante-café sobre la acera, que esta modalidad ha cundido: en los últimos cuatro años, la cantidad de establecimientos de este tipo ha aumentado en 25 por ciento. Actualmente existen 900.[1] El único problema es que los nuevos cafés de acera, en muchísimas ocasiones, se ubican sobre avenidas muy anchas, sumamente transitadas, y el aroma a café se mezcla con el del diesel, y lo único que puede escucharse son enfrenones y claxonazos.

Por su parte, París es la ciudad humana por excelencia. Está hecha a la medida de la gente que la vive. Allí se puede caminar durante horas sin sentirse hostigado. Todos los remates visuales son cuidados —aunque en este aspecto Venecia es insuperable, y Zacatecas no canta mal las rancheras—, como si fueran pinturas. No hay cuadra sin café, bistrot, restaurante, librería, galería…, y parques hay por todas partes. Y es invaluable el privilegio de tener un río que la atraviesa toda.

¿Cómo es la ciudad de México en este sentido? ¿Qué revela acerca de nosotros? En términos generales, resulta hostil. En mi primera crónica enviada desde la capital de Francia, “París nunca es lo mismo sino casi todo”, me referí a la hostilidad que acosa a quienes tenemos que trasladarnos de un lugar a otro dentro del enorme Distrito Federal, en contraste con lo acogedor que es la Ciudad Luz. Un lector anónimo —airado— reaccionó de esta manera: “asqueroso [sic] que haya mexicanos como tu [sic] que hablan mal de su ciudad, y sin venir al caso, además. Por favor ¡QUEDATE ALLÁ! [sic], mexicanos como tu [sic] dan verguenza [sic] ajena”. (El comentario completo aún puede ser leído después de la crónica). A este lector le molestaba sobremanera que yo hiciera comparaciones, contrastes, entre las dos ciudades, y que ese contraste no favoreciera al equipo local. Pero me parece esencial que lo hagamos, pues así descubrimos quiénes somos realmente: qué permitimos, qué prohibimos, qué forma damos a nuestra existencia.

Es casi imposible caminar más de unas cuantas cuadras en el Distrito Federal, sea por el mal estado de las aceras o porque el tránsito vehicular siempre tiene la preferencia. Las avenidas principales, salvo el Paseo de la Reforma —entre Bucareli y la salida a Toluca—, tienen largos tramos verdaderamente feos. Proliferan talleres mecánicos al aire libre, estacionamientos que no son sino lotes baldíos, edificios medio derrumbados; casi no hay botes de basura ni dónde sentarse a apreciar la vista… ¿Cuál vista?

Pero parece que en algunas colonias la gente se está poniendo las pilas. Coyoacán siempre ha querido conservar su sabor propio, pero debe lidiar con ambulantes y la omnipresencia del automóvil en calles y callejones diseñados para caballos y carruajes durante la Colonia. La Condesa amenazaba con afearse irremediablemente, como la colonia Roma, pero se está salvando. La San Rafael ha perdido su carácter, pero Santa María la Ribera aún lo conserva. Aún falta muchísimo, sobre todo que nos demos cuenta de que nuestras colonias nos reflejan. Y creo que nuestra imagen en el espejo no es del todo halagüeña.

Pero si la comparamos con otra ciudad, Bogotá, salen a relucir aspectos muy positivos del Distrito Federal. Hay rincones de la capital colombiana realmente hermosos, como la Candelaria, que siempre me ha recordado San Cristóbal de las Casas. Y existen bellas colonias en el norte de la ciudad, pero resulta que lo son porque allí vive la gente más rica, amurallada. La mayor parte del área urbana, fuera de las áreas más comerciales y transitadas, está realmente en mal estado, con una infraestructura muy dañada, o nula en algunos casos. Y Bogotá está en mejores condiciones que muchas otras ciudades del país. Además, ha ido recuperando espacios totalmente perdidos, como el Cartucho, que eran unas 20 hectáreas detrás del Palacio de Nariño (el corazón político del país), donde reinaba una violencia absoluta a cargo de sicarios, narcotraficantes, adictos, chulos y toda la fauna que pulula a la sombra de la impunidad. Ya que no está el Cartucho —ahora es un gran parque—, han brotado incontables cartuchitos, como “El Bronx” —que no está muy lejos—, donde la policía no se mete y se salva quien puede.


Hay violencia en el Distrito Federal, y la hay en Bogotá, pero la violencia colombiana condiciona casi todo. Se trata de una ciudad y un país en guerra, en estado de sitio constante, lo cual ha cercenado los nexos sociales verticales. La desconfianza generalizada es mucho más palpable que en México. Y esta desconfianza se traduce no pocas veces en desprecio y agresión física desde el que posee el poder económico hacia el que no lo tiene. Colombia y México son como primos hermanos, pero aquélla nunca tuvo su revolución: sigue en el poder el equivalente de las “400 familias porfirianas”, sólo que están enfrascadas en un muy mal triángulo —nada amoroso— entre el narco, los paramilitares y la guerrilla. Malo para el país, pero sumamente productivo —para algunos— en términos económicos: el terror es una industria en Colombia, y se ganan millones de dólares todos los días. A muchísimas personas no convendría en absoluto un cese de hostilidades, que reinara la paz. Por desgracia, el 90 por ciento de la población paga el precio porque el otro 10 viva como reyes detrás de las rejas que han erigido para protegerse del caos que ellos mismos han creado.

Debemos recordar que el Cartucho, lo que sería el equivalente de nuestro Centro Histórico, fue un lugar pujante antes del Bogotazo, una sublevación popular espontánea que surgió a raíz del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el candidato presidencial que habría ganado las elecciones de no haber sido baleado el 9 de abril de 1948, fuera de sus oficinas. No sólo fueron quemados importantes edificios gubernamentales, sino que muchas casas y tiendas del área fueron objeto de saqueos. La violencia en el país duró casi una década, y recibió el mote de… “La Violencia”.


Las casas, tiendas y hoteles ubicados dentro del área que llegó a ser el Cartucho fueron abandonados por la mayor parte de sus propietarios, o dejados en manos de terceros. Para decirlo de otro modo, la decadencia del centro de Bogotá fue resultado directo de lo que muchos especialistas reconocen como un asesinato político premeditado para poner un alto a quien habría hecho causa común con los más necesitados, y no los que detentaban el poder desde tiempos de la Colonia. Ésta fue la violencia —producto de la total y absoluta intransigencia de quienes manejaban los hilos políticos y económicos de Colombia— que sembró la que se padece actualmente, casi 60 años después, aderezada con el narcotráfico, una derecha insaciable con múltiples brazos armados (los paramilitares) y la guerrilla que nació para combatirla, pero que en algunos casos ha perdido sus ideales y se ha conformado con la guerra como modus vivendi, casi igual que sus contrincantes.

Me duele Colombia porque es un país muy hermoso, y sus hombres y mujeres —todos aquellos que tanto sueñan, estudian y trabajan para salir de la vorágine que los ha tragado irremediablemente hasta ahora— son realmente valiosos y valientes. Estos colombianos de a pie, quienes nada tienen que ver ni con el narco ni con la guerrilla ni los paras, darían lo que fuera por vivir dentro lo que nosotros llamaríamos “la normalidad”. Por eso emigran en números cada vez más preocupantes. Sólo entre 1998 y 2000, por ejemplo, salieron del país 600 mil ciudadanos colombianos, y no regresaron nunca. No hallaban trabajo a pesar de haberse preparado, el futuro se les cerraba, o sólo se les abría por frentes de la legalidad.

Empecé este ensayo hablando de cafés y remates visuales, para terminar con una nota de pesadumbre extrema. Lo hago porque oigo pasos en la azotea, porque al narco le encantaría apoderarse de nuestras ciudades, corromper totalmente a nuestros gobernantes y dirigir la economía mexicana a su gusto. La izquierda no parece comprender su responsabilidad de liderazgo y se enfrasca en luchas intestinas; la derecha está muy contenta con mantener el status quo, y nadie parece tener los tamaños o la inteligencia suficientes como para llamar al pan pan, y al vino vino: el narcotráfico es un negocio de oferta y demanda, como cualquier otro, y demasiada gente en el poder está metida hasta las narices en él.

No quiero esto para México, y sé que el 99 por ciento de los mexicanos, tampoco. Por eso no podemos meter la cabeza en un agujero y gritar, con la boca llena de tierra, “¡Sólo México es bello!”. Nosotros determinamos cómo vamos a vivir, qué permitiremos y qué no. No queremos ser ni París ni Nueva York ni Bogotá. Cada ciudad mexicana, y cada pueblo, debe ser todo lo que puede y quiere ser. Por eso es importante recuperar los espacios públicos —para cafés, para teatro y música en la calle, para caminar— y volver a llamar nuestro lo que nos ha sido arrebatado por circunstancias que se han salido de control. Esto trasciende los partidos políticos, pero hay intereses creados muy fuertes que apuestan todo a que, en nuestro papel de ciudadanos, no hagamos nada y nos quedemos callados, atemorizados. Hemos perdido muchos años, varias generaciones, incontables sueños. La ciudades son nuestras, el país es nuestro. Recuperémoslo.


[1]Frank Bruni, “Curbside, We’ll Never Have Paris”. New York Times, Week In Review, domingo, 30 de septiembre de 2007, pp. 1, 4.

Ciudades de las fotografías:

1. Nueva York

2. Nueva York

3. París

4. México, DF

5. México, DF

6. Bogotá (la Candelaria)

jueves, 27 de septiembre de 2007

Mel Gibson, Jorge Luis Borges, los mayas y Jesucristo

Un actor mexicano con Mel Gibson y Dean Semler, director
de fotografía, en locación, filmando Apocalypto
(foto de Yahoo)

Mel Gibson es un cineasta problemático. Como director y actor posee talentos innegables. Desde la serie Mad Max, que se inició en 1979, hasta películas más recientes como What Women Want (2000), ha demostrado como Bruce Willis, tal vez que realmente es capaz de actuar, amén de tirar golpes. También ha manifestado considerable habilidad como director. Pienso, sobre todo, en sus largometrajes The Man Without a Face y Braveheart. Gibson conoce perfectamente el idioma cinematográfico y sabe sacarle jugo. Pero dos de sus películas más recientes, The Passion of the Christ y Apocalypto, nos obligan a repensar qué significa dirigir cine, y hasta dónde alcanzan el talento y dominio técnico. En otras palabras, ¿hasta dónde es fundamental el qué de una película, lo que en ella sucede, argumento? ¿O es más importante el cómo, su arte, la manera en que se arma? ¿Hasta qué punto resulta válido criticar una película por como aborda, explora o en su caso tergiversa la realidad histórica?

Desde luego que no todo el cine es histórico. En la ficción trátese de poetas, narradores o cineastas somos libres de crear nuestra propia realidad. Pero cuando se trata de temas históricos, es importante que los escritores sea de guiones o de literatura se apeguen a los hechos, y que no sean demasiado liberales. Se vale especular y recrear lo que ha permanecido indocumentado, como la conversación entre Bolívar y San Martín, tal como es evocada —de soslayo apenas— en el cuento “Guayaquil”, de Jorge Luis Borges.[1]

El autor, mediante un narrador y dos historiadores como personajes, reconstruye —a partir de la anécdota del retiro del general argentino— lo que para él pudo ser esa entrevista singular y secreta, y la desarrolla especularmente a través de sus personajes que entran en una lucha similar, un duelo de voluntades para ver cuál de los dos viajará a Sulaco a fin de hacer copia fiel de una carta de Bolívar, recién descubierta, que supuestamente echará luz sobre aquel famoso encuentro de los dos libertadores. A Borges ya había sido encomendado el honor, pero el otro historiador, el doctor Zimmerman, está empecinado en arrebatárselo.

“La entrevista de Guayaquil, en la que el general San Martín renunció a la mera ambición y dejó el destino de América en manos de Bolívar, es también un enigma que puede merecer el estudio”, razona la primera persona, quien —entendemos— es Borges, o por lo menos el Borges literario, el Borges personaje.

El otro historiador, judío expulsado del Tercer Reich gracias a una denuncia del mismísimo Martín Heidegger, alega que existen muchas explicaciones al respecto, a lo cual Borges responde: “Acaso las palabras que cambiaron fueron triviales. Dos hombres se enfrentaron en Guayaquil; si uno se impuso, fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos. Como usted ve, no he olvidado a mi Schopenhauer”. Y después de sonreír agrega: “Words, words, words. Shakespeare, insuperado maestro de las palabras, las desdeñaba. En Guayaquil o en Buenos Aires, en Praga, siempre cuentan menos que las personas”. Al escuchar esto, el Borges narrador en primera persona reflexiona, ya con cierta melancolía: “En aquel momento sentí que algo estaba ocurriéndonos o, mejor dicho, que ya había ocurrido. De algún modo ya éramos otros”.

Casi enseguida, Borges —el personaje— le revira a Zimmerman: “Usted […] habló de la voluntad. En los Mabinogion, dos reyes juegan al ajedrez en lo alto de un cerro, mientras abajo sus guerreros combaten. Uno de los reyes gana el partido; un jinete llega con la noticia de que el ejército del otro ha sido vencido. La batalla de hombres era el reflejo de la batalla del tablero”. El Borges personaje es el reflejo de San Martín, el vencido; Zimmerman, el de Bolívar, el vencedor. Borges le firma una carta donde renuncia a su nombramiento. Viaja Zimmerman, y Borges presiente que su carrera ha terminado, de la misma manera en que tras la entrevista con Bolívar, San Martín ya no hizo nada relevante.

En este cuento, Borges no reinventa la historia ni sus personajes, sino que los reconstruye en otro lugar y en otro tiempo para hacerlos más palpables, humanos. También es posible insertar personajes totalmente ficticios dentro de un escenario histórico. Toda proporción guardada frente a Borges, hice esto en Los hermanos Pastor en la corte de Moctezuma al hacer que dos hermanos adolescentes mexicanos del siglo XXI hombre y mujer se trasladaran hasta octubre de 1519, unas dos semanas antes de la masacre de Cholula. Se trata de un episodio en nuestra historia que empezó a debatirse en el siglo XVI y que sigue siendo polémico. El escritor, en circunstancias como ésta, necesita examinar las evidencias y tomar partido honestamente, sin pretender que su visión sea la verdad absoluta sino una posibilidad. El creador también puede reelaborar la historia libremente, pero habría que aclarar que se trata de ficción a partir de personajes históricos. Para decirlo de otro modo, hay muchas maneras de ser creativo, pero no hay que ser marrullero.

En su momento The Passion of the Christ despertó muchas polémicas. Apocalypto pasó sin pena ni gloria en México. Algunos la despreciaron sencillamente, sin entrar en muchos detalles. En el extranjero pocos la tomaron en serio, y algunos la citaron sólo para burlarse de Mel Gibson. Pero aunque la tentación sea grande, no es sano descalificar una obra de arte de manera categórica sólo porque su creador resulte ofensivo por la imagen suya que la prensa ha vuelta moneda corriente: misógino, antisemita, alcohólico y —por si esto no fuera suficiente— un peligro tras el volante.

El arte busca revelar. Algunos dicen que debe iluminar o transformar. Pero The Passion… quiere simplemente reforzar las ideas más bien estereotipos y lugares comunes que ciertos espectadores traían antes de verla. Esto me sorprendió porque esperaba algo más impactante, convincente, en términos espirituales. Pero antes de preocuparse por el aspecto trascendente de la vida y enseñanzas de Jesús, en The Passion of the Christ Gibson hace grandes esfuerzos porque seamos testigos cautivos de la crueldad de sus adversarios, como si con cada latigazo Jesús fuera más divino. La lógica detrás de la película parece exigir la carga máxima de crueldad y dolor —sin que el cordero sacrificial muera antes de tiempo—, porque si no, podrían ser menos sus méritos como Salvador. Desde luego que se trata de una lógica perversa. O se es divino o no. No importa cuántos latigazos se reciban. Y esto es evidente en el mensaje de los Evangelios mismos, que no privilegian la violencia.

Lo anterior nos remite a la publicidad del filme, que hablaba de la versión más “realista”, más “histórica” de la Pasión de Jesús. Pero si “realismo” significa cantidades exorbitantes de sangre y close ups de carne humana mutilada por látigos aderezados con ganchos de fierro, esta película de Gibson es la más realista. Pero si quiere decir “apegado a la realidad”, o apegado a lo que los investigadores consideran que fue la realidad —es decir: la historia—, o siquiera apegado a los Evangelios, The Passion of the Christ no es realista sino una fantasía. Pero esa fantasía no es de Mel Gibson, porque éste y el coautor del guion, Benedict Fitzgerald, parecen haberse basado en los diarios de la monja alemana, mística y santa, Anne Catherine Emmerich (1774-1824).

Pueden leerse las visiones de Emmerich en forma de libro o en el internet. Si uno es curioso y lo hace, verá hasta qué grado Gibson se apegó a ellas, y cuán lejos está de los Evangelios. Curiosamente, el director no le da ningún crédito a la mística alemana. El problema no está en Emmerich, aunque la Iglesia católica actual tiende a descalificar sus visiones, no sólo por antisemitas sino porque son ficciones que no se apegan a las Escrituras. Los diarios se leen como literatura, lo cual en sí no tiene nada de malo, y los editores nunca afirman que representen la verdad histórica. Pero la maquinaria publicitaria de Gibson sí reclama historicidad, veracidad, realismo. He aquí el fraude.

La película, por decir lo menos, es una caricatura. El valor de Jesús no radica únicamente en el castigo corporal que recibió. Su mensaje trasciende la violencia, pero esto, a Mel Gibson, parece importarle poco. ¿Qué hacer, entonces, con este filme? Más allá de la calidad de su factura y de su ambición está hablado totalmente en lenguas muertas, ¿es malo o sencillamente marrullero? Tratándose de un tema histórico, ¿podemos darnos el lujo de que nos den gato por liebre?

Apocalypto, por otro lado, es una fantasía una ficción sobre las relaciones de poder, y encarna en supuestos grupos mayas antes de la Conquista. Hemos visto en muchas sociedades de épocas diferentes lo que sucede políticamente en la película. Piénsese en Braveheart, por ejemplo. No hay que ir muy lejos para hallar casos de grupos dominantes que subyugan cruelmente a otros más débiles. En este sentido Apocalypto es menos vulnerable que The Passion. Además, la historia humana que narra es conmovedora, terrible y absolutamente verosímil. El único problema sea, tal vez, que no tiene nada que ver con la sociedad maya de ese momento, independientemente de lo que pensemos del sacrificio humano y la crueldad de algunos gobernantes. Todo parece diseñado para que, al final de la película, llegue el cristianismo como fuerza redentora. La cosmovisión maya o mesoamericana—, tan rica y compleja, se ve como algo ridículo. Otra vez, tal como sucedió con su película sobre Jesús, Gibson presenta la realidad histórica a manera de caricatura. Es más: Gibson hace caso omiso de todo cuanto pueda ser positivo en esa sociedad donde “aún no había llegado el Cristo”.

En su defensa, podría argumentarse que los mayas de principios del siglo XVI no eran los mismos que inventaron el cero, que fueron grandes matemáticos y arquitectos, pensadores espirituales. Se trataba, en efecto, de una sociedad en decadencia. Pero aun así… El argumento es sumamente manipulador e injusto con la realidad histórica. Eso, sin embargo, no le quita nada al drama humano. Si tuviera que escoger entre las dos, me inclinaría por Apocalypto, pero me quedo pensando hasta qué punto es válido dar gato por liebre. Borges, como muchos otros autores que se han inspirado en la historia para escribir ficción, no tuvo que hacerlo. ¿Qué necesidad hay de falsificar, trivializar la historia, cuando la realidad casi siempre supera a la ficción?



[1]Jorge Luis Borges, “Guayaquil”, en Obras completas 1923-1972. (Proviene originalmente de El informe de Brodie, Emecé Editores, 1970). Emecé Editores, Buenos Aires, 1974. pp. 1062-1067.


martes, 25 de septiembre de 2007

Lo demás es literatura

Cada vez que debo concentrarme en las minucias de cómo hablamos y escribimos, termino preguntándome si los signos de puntuación pertenecen al reino de la filosofía o de la religión. Hay muchos que no creen en ellos, y tampoco están dispuestos a aceptar que forman parte de la gramática. Ni creen en la gramática…

Más allá de la metafísica, surge un dilema real precisamente cuando se confrontan los lenguajes hablado y escrito. La observación más obvia al respecto es que no hay signos de puntuación en el lenguaje hablado. Nadie dice: “Oye - coma - José Luis - coma - se abre signo de interrogación - qué hora es - se cierra signo de interrogación - comillas - punto”.

Antes de hablar, nuestras ideas giran vertiginosamente. Van de un rincón a otro del cerebro, como bolitas de ping pong recogiendo los pertinentes datos, emociones, sensaciones, recuerdos, etcétera—, y debemos pescarlas y ordenarlas antes de abrir la boca. Pero sabemos que en la vida real las cosas no suceden así. Con frecuencia nuestro torbellino cerebral se convierte en otro torbellino verbal que, una vez liberado, se convierte en aquello que pronunciamos y que nuestros amigos, familiares, compañeros, jefes y subalternos deben soportar estoicamente o —en su caso— gozar si somos duchos en la tarea de organización verbal instantánea. La mayoría no lo somos.

Por fortuna, tenemos por lo menos 50 mil años hablando mediante palabras, las cuales son construcciones sonoras abstractas que representan a personas, cosas, ideas, acciones, cualidades y relaciones diversas, todas ellas muy reales. Las palabras son abstractas porque los sonidos de que están compuestas la palabra mesa, por ejemplo en sí no significan nada. Es más, si alguien que no sepa español escucha mesa, sólo percibirá sonidos, ruidos sin sentido. Tanto es así, que si pronunciamos las sílabas de la misma palabra, sólo que al revés same—, tampoco significará nada para nosotros, a pesar de que esa palabra, con otra pronunciación (seim) significa mismo en inglés.

Para decirlo de otro modo, la colectividad de hablantes de cualquier idioma, hace muchísimos años, asignaron sentidos específicos a ciertas secuencias de sonidos. También llegaron, otra vez colectivamente, a cierta manera de ordenar las palabras —lo que llamamos sintaxis— según estructuras que fueron heredadas de idiomas anteriores, lenguas madres, y que se solidificaron con el tiempo, aunque seguirán evolucionando —lentamente— mientras el idioma esté vivo. Ésta es su gramática: el esqueleto, la estructura del idioma, la cual vestimos con palabras que organizamos de manera diversa.

Como tenemos muchas decenas de miles de años hablando mediante idiomas —la mayoría de los cuales se ha perdido para siempre, todos aquellos anteriores al sánscrito y que no tuvieron expresión escrita—, estamos acostumbrados a descifrar las extrañas estructuras del lenguaje oral gracias a todo lo demás que lo acompaña: gestos, ademanes, contacto visual, lenguaje corporal, tono de voz, cadencia de enunciación, el contexto social de nuestro interlocutor, etcétera. Si sólo recurriésemos a las palabras pronunciadas a la hora de escuchar a nuestros interlocutores —los puros sonidos, ignorando todo lo demás—, seguramente entenderíamos muy poco. El discurso sería un galimatías.

La mala noticia para quienes tienen que escribir, y para quienes enseñan a otros a escribir, llega en el momento de comprender que el lenguaje escrito —la redacción— tiene poco en común con el lenguaje oral: sólo las palabras en sí y la gramática. Lo demás es diferente o simplemente no se aplica, como se dice en la actualidad. En la escritura no hay voz, no hay cuerpo; no hay ademanes ni gestos; pocas veces conocemos al escritor personalmente, y por ello desconocemos su contexto personal, social, sexual, económico, religioso; si algo nos causa duda, no podemos preguntarle nada, y por ende, no puede respondernos. En el lenguaje oral, la sintaxis es laxa; podemos hacer de nuestras proposiciones un verdadero espagueti, y aun así nuestros interlocutores —gracias a todo lo que ya se mencionó— podrán desentrañarlo.

El que escribe sin tener idea de lo que está haciendo, está —salvo raras excepciones— tomando dictado de su inconsciente. Anda recogiendo esas bolitas de ping pong, y las va colocando sobre la página en el orden, casi siempre arbitrario, en que le llegaron, o en el orden en que las percibió. Por eso la redacción inexperta se parece a la escritura automática de los surrealistas. El lector, invariablemente, se queda perplejo ante una larga hilera de incoherencias. Sólo son coherentes para el que las escribió porque antes estaban en su cerebro: el mal redactor, al releer en caliente su escrito, entiende las ideas porque ya las conocía, no porque estuvieran bien expresadas. Sucede con frecuencia que este mismo redactor, al volver a leer su propio escrito meses o años después, tampoco lo comprende y dice algo así como: “Quién sabe qué quise decir. algo recuerdo pero no entiendo nada. Tendría que sentarme a hacer memoria…”. Se supone que nuestra escritura es nuestra memoria.

Esto ocurre porque tenemos, como Homo sapiens, bien poco tiempo de escribir. La idea de que todo el mundo debe ser capaz de leer y redactar es algo realmente moderno. En la escala de la evolución humana, empezó ayer. Y eso si somos generosos, pues en realidad aún no empieza. Aunque a partir de la Revolución Industrial, tanto la lectura como la escritura han ido ganando terreno, la escritura generalizada entre la población es todavía ilusoria. Y lo poco que hemos ganado en décadas recientes, está bajo amenaza porque en muchas partes del mundo estamos leyendo y escribiendo menos que hace 30, 40 ó 50 años. Como no tenemos la práctica, y como los maestros realmente no tienen idea de cómo enseñar a redactar más allá de dar fórmulas vacías y en muchos casos erróneas, estamos en la calle. Sin modelos —buena literatura— y sin maestros que nos enseñen, hemos sido abandonados al capricho de la neoglobalización: Que piensen y escriban los poderosos —parece ser el mensaje que nosotros mismos nos enviamos—. Lo nuestro es sufrir, aguantar y obedecer.

Los que se dedican a enseñar a escribir —pero enseñar de veras—, saben que necesitan convencer a sus alumnos de que el paso más importante que van a tomar, tiene que ver con un cambio total de actitud: la escritura no es tomar dictado del inconsciente —que es lo que hacemos cuando hablamos— sino un ejercicio de análisis. No importa que sea la lista del súper. Aun para eso hay que sentarse a analizar la situación —el vacío que hay en el refrigerador— y proponer, por escrito y en forma de lista, la solución más adecuada.

Quienes aprendieron a redactar imitando a los maestros —éstos casi siempre son buenos lectores— tampoco entienden la sensación de indefensión y vulnerabilidad que sufren los no redactores. Aquellos escriben bien porque asimilaron hace mucho lo que éstos aún ni empiezan a percibir: las estructuras gramaticales que usan al hablar y que deben refinar y ordenar si esperan, algún día, poder expresarse claramente por escrito. Por eso resulta tan importante entender las nociones básicas de la gramática y la sintaxis, y saber —además— para qué sirven los signos de puntuación que, a manera de los letreros de las calles y vías rápidas, nos van orientando de modo que no nos perdamos.

No es fácil convencer a la gente de que abandone la lógica del lenguaje oral para poder escribir bien, incluso para que el lenguaje escrito parezca oral. Nada más difícil hay que escribir con tal fluidez que parezca como si estuviéramos escuchando hablar al autor. Esto se logra, a veces, con años de práctica y estudio. Mientras tanto, hay que buscar expresar nuestras ideas por escrito con claridad y precisión. Con eso me conformo al principio. Lo demás es literatura, aunque después se convierta en algo así como una religión de seres pensantes, lo que algunos llaman filosofía…

domingo, 23 de septiembre de 2007

Un grito desesperado

Secundaria número 4, Moisés Saenz, en Santa María la Ribera

En México tenemos un problema aun más profundo que las guerras de descuentos y la escasez de librerías. Mucho más preocupante es la escasez de padres de familia que lean a sus hijos, sobre todo porque los padres mismos no leen. punto. Nuestra cultura se compone de una compleja red de acciones y actitudes que aprendemos, muchas veces sin darnos cuenta, casi siempre por imitación. Desde nuestros gestos y ademanes hasta prácticas tan complejas y negativas como dar mordida. Sobreviven porque la cultura las tolera e incluso promueve. Y en años recientes, hemos aprendido a tolerar el que nuestros hijos no sepan ni quieran leer.

La educación universal ha sido, principalmente, una conquista de la clase media. Pero abarca también a los menos privilegiados y son éstos quienes más se benefician de una buena educación: los conocimientos adquiridos abren puertas, no sólo a buenos trabajos sino también a un mayor desarrollo humano en todos los sentidos. Pero nuestra clase media se está encogiendo —junto con la calidad de la educación pública— y, por lo visto, esto no es motivo de escándalo: nuestra cultura sitiada lo tolera. La llave de una buena educación no son los libros en sí —lo cual no deja de ser un simple lugar común— sino la capacidad de leer y de comprender lo leído. A mí no me deja de sorprender y asustar lo mal que leen —y lo poco que comprenden— muchos universitarios. Pero cuando me explican que a lo largo de su vida no han leído más de uno o dos libros por placer, lo comprendo. Sus padres nunca les inocularon el virus de la lectura, la sensación de maravilla ante los infinitos mundos que la literatura hace posible. ¿Qué hacer?[1]

Como profesor, obligo a mis alumnos a leer por placer. Valga la paradoja. Y este proceso debe iniciarse en el kínder, con educadores capacitados para leer en voz alta. Debe seguir en la primaria con maestros sensibilizados, capaces de transmitir su entusiasmo, no apenas fechas y nombres de corrientes literarias. Ésta es la cultura que nos falta, el caldo de cultivo donde nace y crece el gusto por la lectura, que conduce a la comprensión y el deseo de seguir leyendo, aprendiendo, descubriendo otros mundos y cómo funciona —o podría funcionar— el nuestro.

Si vamos hacia un país de lectores, urge crear un programa de capacitación de maestros. Desde que mencioné esto en una reflexión anterior (12 de septiembre), varios profesores me han confiado que —según ellos— esto es indispensable porque ni los maestros (por lo menos en su gran mayoría) acostumbran leer o saben leer bien. Pero después de los padres —a quienes ha fallado nuestra cultura educativa— están los maestros. No les fallemos a ellos también, y a nuestro futuro como sociedad pensante. Éste debe ser nuestro grito desesperado.



[1]La lectura de libros —buenos libros— es fundamental, pero no podemos soslayar la importancia de que los jóvenes posean la capacidad de leer diversas formas artísticas: la pintura, la música, la escultura, el teatro, la fotografía, el cine, la danza… En estos renglones estamos aun peor que la lectura a secas, la cual incluye —por supuesto— la literatura: novela, cuento, poesía, ensayo, crónica, testimonio, biografía, autobiografía…Esto será motivo de otra reflexión más adelante.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Los milagros sí existen

La "Plaza Roja" de la UAM-Azcapotzalco
En primer plano se ve una escultura de José Luis Cuevas


DEBO CONFESAR, antes que nada, que permanecí en shock durante casi dos horas. Eso nunca me había pasado. Es más: ni siquiera reconocí la situación en que me hallaba. Veía lo que me rodeaba pero mi cerebro no registró lo que ello significaba para mí y para quienes me acompañaban. Después me cayó el veinte y entré en una especie de éxtasis que no comprendí cabalmente sino hasta dos días después. Diré por qué.

Soy maestro… Tengo casi 28 años de dar el curso de Redacción Universitaria en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Antes, durante dos años, di clases como teaching assistant en Rutgers University en Estados Unidos mientras hice la maestría en Letras Hispánicas. Aun con esta experiencia —que no es poca— me resulta difícil impartir Redacción. En primer lugar, porque el 95 por ciento todos los alumnos ya tuvieron una materia con ese nombre, la odiaron y muy pocos aprendieron a escribir bien o siquiera aceptablemente. En segundo lugar, la mayoría de los alumnos sufre de lo que llamo la gramaticafobia: les sale sarpullido de sólo escuchar palabras y frases como complemento directo, oración subordinada y vocativo.

Por eso, entre otras razones, decidí escribir Redacción sin dolor, cuya primera edición apareció en 1994. Ninguno de los libros de redacción que yo tenía me servía —por sí solo— como texto, como salvavidas para enseñar a mis alumnos a nadar en las aguas de la escritura donde casi invariablemente se ahogaban. O eran demasiado literarios, demasiado orientados al estudio de la gramática, o demasiado simples: listas infames de “No escribas esto porque es incorrecto. Escribe esto otro”. Y casi todos eran insufriblemente solemnes.

El libro de texto y, después, el cuaderno de ejercicios que elaboré para acompañar Redacción sin dolor me fueron de gran ayuda pero ya para entonces me había dado cuenta de que lo fundamental de cualquier curso de Redacción no radicaba en conocer la teoría —cuya importancia es innegable aunque no es la meta en sí— sino en la aplicación práctica de esa teoría. Sentía que pasaba horas y horas corrigiendo trabajos, y que los alumnos podían simplemente tirarlos a la basura sin jamás fijarse en todas mis marcas, tan cuidadosamente asentadas. Me daba la impresión de que corría y corría, pero que no llegaba a ninguna parte. Era una pesadilla recurrente.

Aguanté hasta que ya no pude. Era 1998, y —desesperado— se me ocurrió que, a fin de que mis alumnos aprovecharan mejor mis observaciones, podría proyectar sus trabajos con un artefacto que se llamaba proyector de cuerpos opacos. Para hacerlo, tenía que pedir, por escrito y con anticipación, que me abrieran un auditorio donde guardaban dichos armatostes, citar a mis alumnos allí e impartir la clase explicando cada uno de los errores. Era torpe, lento y poco dinámico (no podía cambiar nada de lo que ya estaba escrito), pero significaba un avance. La burocracia, sin embargo, me venció.

En 1999 fundé con Josefina Estrada, mi esposa, el Instituto La Realidad para poder atender a todos aquellos adultos que me pedían cursos de Redacción, y eran muchísimos. Por tantas peticiones supimos que entre adultos profesionales existía una gran necesidad y deseo de aprender a escribir bien. Como ya no se vendían proyectores de cuerpos opacos, compré en Office Max un proyector de acetatos, y con él empecé a dar mis cursos al público en general. Era laborioso y caro el proceso de transferir los trabajos al acetato —pues no son reutilizables— pero así todos los alumnos podían ver qué hacían sus compañeros y cómo, para bien y para mal.

Un poco más adelante —apenas unos meses—, en un viaje a Nueva York me llegó la epifanía. Llegué (por razones ajenas a la redacción) a la tienda B&H en la Novena Avenida de Manhattan, la cual se especializaba en aparatos fotográficos y ópticos de todo tipo, amén de computadoras. Allí vi que los proyectores digitales, que nosotros conocíamos como cañones, no tenían el costo astronómico que aún tenían en México, y había mucha variedad. Después de verlos y comentar su accesibilidad me llegó la iluminación: “¡Qué proyector de cuerpos opacos ni que ocho cuartos! ¡A la fregada con los acetatos! ¡Lo que necesito es un proyector digital de éstos, que los alumnos me envíen sus trabajos por correo electrónico y podremos corregirlos en vivo y en tiempo real, frente a todos! ¡Genial!”. Gracias a Mastercard pude comprar un proyector tras confirmar que podía conectarlo a mi computadora portátil. (Tenía el atractivo extra de poder proyectar películas en DVD).

Empezó una nueva etapa en el Instituto: corregía los trabajos de los alumnos con colores especiales para resaltar el tipo de error, y revisábamos todo en el acto. Podía dar explicaciones orales detalladas y aun sugerir otras soluciones para cada problema. ¡Hasta podía enseñar técnicas para mejorar el estilo…! Además, aprovechaba nuestra conexión al internet para consultar el diccionario de la Real Academia Española (DRAE) y todos los sitios que pudieran aclarar las preguntas y dudas que surgían en clase.

Al cabo de 10 semanas (2.5 horas por semana), la gran mayoría de los alumnos ya redactaba bastante bien, mejor que muchos periodistas. Luego empecé a aplicar el mismo sistema en la UAM, adaptado a las necesidades específicas de los universitarios. Fue noche y día. El único problema no era técnico sino físico: tenía que cargar mi computadora portátil y el proyector, amén de mis libros y todo lo demás que uno arrastra cuando da clase. Terminé convertido en el hombre maleta. Era yo el hazmerreír del Departamento de Humanidades; todos los compañeros se burlaban de mí con variados matices de sarcasmo y sorna.

Pero no importaba: mis alumnos, casi todos, aprendían a redactar. Me constaba y tenía sus ensayos para comprobarlo. La calidad de su escritura empezaba a elevarse sensiblemente a partir del segundo de los cuatro trabajos que debían realizar. No obstante, los años pesan y contemplé la posibilidad de tirarlo todo y dar la clase como todo el mundo, sin tener que andar cargando tanto bulto. “¿Qué —llegué a pensar, cansadísimo—, me van a correr?”. Afortunadamente, cada que faltaba la señal inalámbrica del internet en la universidad, me quejaba en mi departamento. Exigía que hubiera señal porque necesitábamos consultar por internet libros de referencia en formato electrónico. Creo que se hartaron tanto de mis quejas, y de mí (por latoso), que decidieron tomar cartas en el asunto. Pero yo no lo sabía.

El lunes pasado, el 17 de septiembre —fecha que para mí vivirá eternamente— me presenté para el primer día de clases del trimestre de otoño en la UAM. Ya me parecía raro que me hubieran asignado salones en el edificio D, y no el B, donde normalmente se imparte Redacción, y ahí fui… Ya estaban los alumnos fuera del D-302, pero se encontraban fuera de salón porque la puerta estaba cerrada con llave. Rarísimo. Empecé a ponerme de malas pero en menos de un minuto llegó una señora con un mazo enorme de llaves y nos abrió. Se enfilaron los alumnos, casi 30. Y luego se presentó otro trastorno. Había monitores de computadores encima de las mesas. “¡Cómo voy a poder dar clase con esos estorbos!”. Con barruntos de enojo mal disfrazados, me fijé en que había un proyector que se colgaba del techo, igual al mío, y pensé: “¿Qué tal si conecto mi portátil a ese proyector, y me ahorro la carga de mi aparatejo?”. Traté de hacerlo, pero —claro— no llegaba el cable hasta el escritorio del profesor, así que debí poner mi PC en la mesa de un alumno. Así di la clase, torpemente, lamentándome todo el tiempo de lo maligna que era la burocracia universitaria.

Camino a mi segunda clase, cuyo salón no distaba más de 30 metros, me cayó el veinte… Con un nerviosismo creciente, con mal velada anticipación, entré en el D-305. Lo primero que hice fue ver el proyector. Era de otro tipo, pero no importaba. Me fijé en una canaleta que desde el cañón recorría el techo, daba vuelta en el ventanal, seguía hacia la pared de enfrente, bajaba hasta una cajita de metal donde estaba conectado… la PC del profesor. Prendí el proyector y luego la PC… En unos 30 segundos se veía en la pantalla blanca, al frente de la clase, la rutina de inicio de Windows.

“¡Qué imbécil! —fue lo primero que se me ocurrió pensar—. ¡Todo esto es lo que siempre había pedido, soñado, en el Departamento! ¡Y me lo cumplieron!”. Era como si hubiera muerto sin darme cuenta, y al llegar al cielo y ver tanta belleza, sólo pudiera quejarme porque no iba a poder trabajar con distracciones tan grandes. ¡Me habían mandado al cielo y no me había dado cuenta!

Lo que más impresionado me tiene ahora es el hecho de que simplemente no reconocí mi sueño cuando lo vi enfrente de mis narices. Tardé más de hora y media. Tenía a 30 alumnos por delante, cada uno con una PC, todos conectados al internet; tenía un proyector digital conectado a una PC. Podía dar mi clase como no puedo darla siquiera en mi propio Instituto… ¡Y no lo vi! Yo, ni por enterado. Es más: estaba molesto porque los monitores les tapaban la cara parcialmente a mis alumnos.

Pero dicté la segunda clase encima de nubes de felicidad. Ahora no sólo estaba en el Paraíso sino que lo sentí en todo mi cuerpo. Al otro día, confirmé que el salón D-302 tenía la misma configuración. Transferí a la PC todas las presentaciones en Power Point que uso, eché a andar el Word y empecé a trabajar. El shock y la incredulidad fueron tales que ni pude hablar de ello hasta el miércoles en la noche, cuando empecé a razonar todo lo que ahora escribo.

Josefina me lo dijo categóricamente: “Estaría muy bien que contaras eso en tu blog. Los de la UNAM se van a morir de envidia. Allá ni los estudiantes de Periodismo tienen eso”. (Ella imparte Periodismo y Lenguaje Narrativo en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM). Dicho y hecho, y lo confirmo: los milagros sí existen. Incluso los tecnológicos, y aun en el Tercer Mundo. Por lo menos en ese rincón del Tercer Mundo que se llama UAM-Azcapotzalco, el cual ya pertenece al Primero.


(Izquierda)
Vista del Edificio H-O, en cuyo segundo piso se encuentra el Departamento de Humanidades

















(Derecha)
El patio del edifico H, el cual alberga a la mayor parte de los profesores de la UAM-Azcapotzalco















martes, 18 de septiembre de 2007

19 de septiembre de 1985: una variedad de la muerte




















Eduardo García Aguilar, en la rive droite del Sena en marzo de 2003 (izquierda)


La Casa de las Brujas, en la esquina de Orizaba y Durango, en la colonia Roma (derecha)


En este aniversario tan especial, cedo mi blog a la pluma del escritor colombiano Eduardo García Aguilar (1953, Manizales), quien vivió entre nosotros más de 15 años. Aquí se casó, tuvo una hija, Oriana, y escribió buena parte de su obra novelística y poética. Actualmente habita, con su esposa, un departamento en el 12° piso de un edificio que da sobre la rue Albert Bayet, en Place d'Italie, en el 13e arrondissement de París, y dirige el desk latinoamericano de Agence France Presse.

En esta crónica sui generis, García Aguilar mezcla magistralmente el mundo interior de la creación con el terror y el pasmo causados por el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Todo el mundo tiene su historia de "El Temblor", pero ésta es muy especial. En primer lugar porque se aprecia el amor con que "ojos extranjeros" pueden aprehender a México, y también porque fue escrita apenas 10 días después de aquella primera sacudida del jueves. Además, apareció casi enseguida en el periódico Unomásuno, que estableció un precedente para la crónica moderna en México, gracias --sobre todo-- a Huberto Batis.

La novela más reciente de Eduardo García Aguilar se titula Tequila coxis, y gran parte se desarrolla en esta "Casa de las Brujas", en el Centro Histórico y también en la colonia Santa María la Ribera.



19 de septiembre de 1985: una variedad de la muerte

Eduardo García Aguilar

HACE MUCHOS AÑOS, cuando era niño y sólo veía películas mexicanas en los cines de una sísmica ciudad de los Andes, Manizales, me forjé una imagen de la Ciudad de México ligada a los edificios de la colonia Roma. Hace cinco años, cuando llegué a esta ciudad para vivir en ella, caminaba con mucha frecuencia por esas calles que, frente a la arrolladora modernización de la urbe, pervivían como recodos de un pasado de glorias y fracasos, de poesía y de muerte, de monumentalidad y de misterio. Solía sentarme en una de las bancas de la Plaza de Río de Janeiro a contemplar el castillo de ladrillo rojo, situado frente al antiguo Colegio de México, en la calle de Durango, en la intersección con Orizaba. Muchas veces, frente a la fuente del David de Miguel Ángel soñé con vivir en ese Castillo de Brujas, hecho de chocolate y cartón. Muchos amigos me consideraban loco: ése sería, según ellos, el primer edificio en derrumbarse durante un temblor fatídico.

Pasaron cuatro años y el azar y la amistad me condujeron a habitar uno de esos apartamentos, el que da a la esquina, y a donde el sol de los atardeceres llegaba silbante. Desde sus ventanas vi extrañas granizadas, aguaceros de sueño, ventarrones, tolvaneras, niños jugando con sus madres sobre el césped como salidos de una película legendaria, mil enamorados besándose y tocándose detrás de las bancas o junto a los árboles, el griterío de los estudiantes y de los boy scouts, el paso cotidiano de las niñas vestidas con uniforme azules y cofias rojas. Oí también el sonido de los camoteros, el ulular nocturno de una sirena, el diálogo de una pareja que se escapaba de la lluvia, la voz de los amigos.

El México de esas calles era el país soñado desde la infancia y no lo cambiaba por otra zona, pues en la Roma podía sentirme a comienzos de siglo: esta época me parece sin grandeza. Frente a los viejas edificaciones de ladrillo rojo y gris, pero adornadas con el encanto de una nostalgia parisiense, la colonia Roma me fue poseyendo: tomando café en la legendaria Bella Italia, comprando cotidianamente el periódico en la esquina de una iglesia, visitado los bazares, los anticuarios, los mercados sobre ruedas, o las extrañas tiendas escondidas al interior de una construcción que parecía un pastel de fantasía.

En poco tiempo me había vuelto un hijo de la colonia Roma. La de hoy y la de ayer que ya no existe, pero que yo percibía en mi interior y que soñaba despierto. Por eso las calles de Vasconcelos, de Novo, de Fuentes o Pacheco, me fueron aun más familiares que las lejanas de Bogotá o Manizales, ciudades de los Andes. Allí, viviendo lo que parecía el lustro más trágico de la historia mexicana, soportando los embates de una crisis terrible, no sabía que desde el fondo de la tierra hundiéndose entre las cavernas subterráneas, el viento oculto de guerreros temibles se preparaba a silbar la tramontana de la noche.

El 18 de septiembre escribí hasta muy tarde. Sentí algo extraño, un desosiego, un temor que plasmé allí hablando de abismos ocultos en donde un guerrero había caído. Sentí el viento nefasto de las concavidades geológicas, el líquido, el magma asesino de las rocas, la profunda oscuridad de los desiertos subterráneos cubiertos de musgo y de estalactitas y sobre la página blanca, misteriosamente, hablé de aves negras sin ojos que revoloteaban en el aire humedecido de la noche eterna. Sentía algo adentro, como un pulpo violeta. Fuerzas extrañas llegaban a mí y me anunciaban algo. Las aves negras tocaron mi corazón aquella noche.

Siete horas después me despertó el terrible terremoto. Tomé en brazos a mi hija de un año y salí hasta la sala. Los tres nos colocamos debajo de la arcada. Nos mecíamos. De repente sentí que el edificio se hundía, y que se iba para atrás, arrastrándome hacia las concavidades subterráneas. Luego vi una grieta formarse como la raya del diablo y oí el espantoso crujido de la tierra, el atronador sonido de vidrios y paredes vivas, el chillido de los trasformadores acompañados de las chispas de Luzbel. En ese momento, frente a mi mujer y con la hija entre los brazos, creí que todo había terminado. Traté de abrir la puerta: estaba atrancada entre los muros. Imposible abrirla. Al frente la calle lejana, imposible. Moríamos. Todo parecía gris. Afuera alcanzo a recordar el silencio de la muerte. Todo se detiene. Logramos escapar por la puerta de la cocina y somos los primeros en salir a esa Plaza Río de Janeiro.

El texto que escribí siete horas antes, el hombre que caía a los abismos subterráneos se refugiaba en esta plaza frente al David de Miguel Ángel y solitario veía llegar el tropel de unos alazanes blancos que llevaban a un continente lejano situado junto a una cordillera. Tal vez nadie me lo crea. Las hojas están ahí y harán parte de una novela. La literatura también puede ser premonitoria. A través de ella la pesadilla se me había revelado. Los caballos blancos que se detienen a beber en la fuente de David fueron los que nos salvaron de la muerte a mí y a los amigos, a mí y a los míos. Los edificios modernos de los alrededores están caídos o cuarteados; el Castillo de las Brujas sigue ahí incólume, con grietas, sí, pero como milagroso y absurdo testimonio del pasado de México. Cómo él, otros dos edificios de ladrillo rojo, construidos en 1910 y 1912, están de pie. Los condominios de la técnica moderna se vinieron abajo.

Hoy he vuelto a la colonia Roma devastada. Ya es mi colonia Roma. No es sólo de Pacheco o de Fuentes o de los vampiros. Yo nací aquí en estas calles por donde deambulo. Obregón, Zacatecas, San Luis Potosí, Orizaba, Durango, Tabasco, Córdova, Puebla. Mis calles. Mi México. Percibo el olor de los cadáveres. He visto las banquetas cuarteadas, la soledad de los damnificados, me he vacunado contra el tétanos, aunque sé que no importa. He visto al Castillo solitario.

Una anciana inquilina no quiere abandonar el edificio. “En 1939, me dice, mi viejo y yo pasábamos por aquí y nos pareció hermoso este castillo. Había mozos prestos a tomar las maletas, ascensor, una fuente de peces dorados. Fue nuestro primer apartamento y vivo aquí desde entonces, desde hace 45 años; aquí nacieron mis hijos”. Va por agua.

Subo las escaleras. Ya no es lo mismo: las losas, las plantas, las paredes están tristes, los objetos no mienten. Entro y recorro el apartamento. Lo veo más gris que nunca. Voy al estudio que da a la esquina del parque, y saludo a los amigos desde la ventana. Ya nada es ni será lo mismo. Ese pequeño idilio con el parque ha desaparecido. Las enfermeras cruzan lentamente junto al David ileso. Algunos ancianos de bastón miran los otros edificios, como el de la curia, que amenaza con desplomarse. Hay carpas y colchones. Automóviles que ofrecen comida o refrescos. Salgo con dos maletas y esta máquina de escribir verde. Camino dos cuadras y tomo un taxi. Siento que todo ha cambiado. Ni esta colonia ni yo seremos iguales. Estamos definitivamente desterrados. El 19 de septiembre, los que nos salvamos de milagro en la colonia Roma, volvimos nacer. Lo que en cierta forma es una variedad de la muerte.

29 de septiembre de 1985


Tomado de 19 de septiembre, suplemento especial del diario Unomásuno.

La réplica del David de Miguel Ángel, en la plaza Río de Janeiro,
con la Casa de las Brujas al fondo

lunes, 17 de septiembre de 2007

La lección de Europa

Librería L'Arbre du Voyageur en le Quartier Latin de París. En la mayor parte de Euoropa, incluyendo España, las librerías han medrado gracias a sus leyes de precio único. La francesa, llamada "Ley Lang" (1981), ha favorecido la multiplicación de librerías de barrio, con muy buenas selecciones.

MUCHOS DESCONOCEN por qué es importante que los libros tengan un “precio único” —que cuesten lo mismo—, cómprense donde se compren. La lógica parecería favorecer el que los libreros cobren lo que les parezca conveniente. Si ofrecen precios más bajos, podrán vender más libros y ganar más dinero. en teoría así funciona, pero en Europa las autoridades culturales se dieron cuenta de lo que esto iba a provocar: al principio los lectores se darían cuenta de que los libros eran más baratos donde se ofrecían grandes descuentos, y dejarían de comprar en las librerías pequeñas de barrio, que antes había por centenas y que estaban muy bien dotadas: no sólo manejaban novedades y best sellers, sino catálogos completos de editoriales de todo el mundo de habla española.

Y así sucedió donde no se adoptó una ley de precio único: las pequeñas y medianas librerías, al no poder competir en precio empezaron a cerrar, una tras otra. Los compradores, como no apreciaban todo lo que aquellas librerías ofrecían, jamás se percataron del asesinato que cometían al abandonarlas. Esto ha sucedido en Estados Unidos, el Reino Unido, en México y en América Latina en general, todos los países donde se ha impuesto el modelo de comercialización norteamericana. Aquí el cierre masivo de librerías ha sido especialmente doloroso si tomamos en cuenta la urgencia que tenemos de poner los libros cerca de sus posibles lectores, pues hay cada vez más mexicanos que ni siquiera han pisado una librería.

Y después de los cierres, todos descubrimos el engaño del descuento, pues los precios tuvieron que subir sustancialmente para compensar los mayores descuentos que las librerías pedían a las editoriales, para seguir dando descuentos. En otras palabras —y como lo demostré en mi entrega del 12 de septiembre, los descuentos son ficticios, o sólo los hay en comparación con aquellos vendedores de libros que no dan ninguno, cuyos precios están súper inflados. Mientras tanto, las librerías tradicionales prácticamente han desaparecido.

Ni siquiera las grandes cadenas que ofrecen descuentos consideran que éstos sean del todo una buena idea, y los han reducido en lugar de aumentarlos. Pero no van a eliminarlos unilateralmente porque esto los pondría en desventaja frente a quienes los mantengan. La única manera de que bajen los precios de los libros, y de que renazcan las librerías más pequeñas que daban tan buen servicio y que abundaban en casi cualquier colonia, es de que se retome la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro —aprobada por ambas cámaras, y por unanimidad en el Senado—, la cual Vicente Fox, en una demostración más de sus pocas luces o de su infinito cinismo, vetó por considerar que iba en contra de la libre competencia.[1]

Toda la estructura comercial librera se desvirtuó a partir de la imposición del modelo estadunidense. Quienes argumentan en contra del precio único para los libros, alegan que ahora se publica muchísimo más que antes. Esto es cierto. Pero no dicen qué se publica, cómo, por qué y qué sucede después de la publicación.

Es fundamental hacer memoria: hace 25 ó 30 años una novedad duraba un par de años como tal en las librerías. Hoy en día, permanece un par de semanas o un mes a lo mucho. Se dedicaba un espacio moderado a mostrar las novedades y en el resto de las librerías —y había muchas— se ofrecían los catálogos completos, o casi completos, de muy diversas editoriales de todos los países de habla española. Recuerdo que durante la primera mitad de los años 70 entraba en la librería Hamburgo de Insurgentes, cerca de la glorieta donde atravesaba la Avenida Chapultepec, y revisaba todos los libros que publicaba Austral, Sudamericana y Monte Ávila, por ejemplo. Actualmente, Monte Ávila pasa por problemas muy difíciles como empresa paraestatal en Venezuela, y las últimas dos ya no existen.

Al imponer el modelo norteamericano, el capitalismo salvaje quiso tratar los libros como si fuesen cualquier mercancía. ¡Que se impriman y vendan sólo aquellos títulos que se muevan rápido y en grandes volúmenes! Así, en efecto, se llegó a imprimir muchísimos títulos de la llamada literatura basura de úsese y tírese. Gran parte consistía en libros de autoayuda y de seudo espiritualidad que buscaban aprovechar —y hasta crear— modas y modos de consumo. También su pusieron de moda los libros de escándalo político y de farándula. De todo esto se llenaban nuestros queridos Sanborns mientras las verdaderas librerías desaparecían. Cierto: numéricamente, se edita y se publica mucho más que antes pero la oferta es raquítica en términos de calidad. Hoy en día se publican buenos libros, pero hay que buscarlos con mucho cuidado, y como desaparecen muy pronto (y para siempre), habría que comprarlos todos, lo cual es imposible porque —además— son carísimos.

En este momento nuestros legisladores están enfrascados en mil peleas, pero hay que recordarles que tienen una asignatura pendiente: superar el veto de Fox a la Ley del Fomento para la Lectura y el Libro. México no puede seguir dándose el lujo de ocupar los últimos lugares del mundo en lectura. Estamos perdiendo competitividad en todos los renglones académicos y profesionales. Si los libros siguen sin formar parte importante de nuestra conciencia, jamás podremos ocupar el lugar que nos corresponde entre las naciones.


[1]Fue el único veto que ejerció durante su mandato. Técnicamente, Vicente Fox “devolvió” la ley para su revisión. Lo que deseaba que se revisara, fue precisamente el precio único: buscaba eliminarlo.

viernes, 14 de septiembre de 2007

Mexicanas y mexicanos: el doblegenerismo


























Vicente Quirarte, durante su discurso de entrada en la Academia Mexicana de la Lengua, el 19 de junio de 2003.
Las Academias de la Lengua, a pesar de su mala reputación, intentan ponerse al día y a la altura. Aunque no se puede estar de acuerdo con todas sus propuestas de modernización ortográfica y gramatical, es innegable que han avanzado sensiblemente. Prueba de ello es su Diccionario panhispánico de dudas. En años recientes, además, el diccionario académico (DRAE), el caballito de batalla, se ha vuelto más actual, más vivo.
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El Panhispánico... incluye en su sección de gramática una breve discusión del problema sobre el cual discurro en esta entrada. Vala la pena echarle un vistazo. La incluyo en mi blog alterno, donde pongo textos de apoyo. Para accesarla (algunos dirían "acceder a ella", pero no me gusta), haga usted clic aquí.


La moda actual entre políticos y comunicadores de la radio y televisión consiste en asesinar el idioma español en aras de parecer feministas. Abundan hoy en día saludos radiofónicos como “¡Buenos días a todos los mexicanos y mexicanas que nos escuchan!”. Mas no sólo eso: la ripiosa repetición posee claros tintes demagógicos cuando se agrega a un discurso político o público: “Esta nueva línea del metro está diseñada para servir a todos los mexicanos y mexicanas…”. (¿A poco el metro también es para mujeres? ¡Yo no lo sabía!).

¿De qué se trata? ¿A todos estos políticos y locutores se les ha olvidado la gramática castellana? ¿Realmente creen que resulta sexista referir tanto a hombres como mujeres mediante adjetivos con la terminación plural masculina? ¿Pueden ser tan simples?

La regla del uso del idioma funciona así: uno, al referirse a dos fenómenos de género diferente, los agrupa y califica con un adjetivo masculino plural. Ningún gramático sexista inventó esta regla: forma parte de la estructura misma del idioma. Un ejemplo sencillo: “Compré el nuevo libro de Jorge Volpi y la revista Milenio que acaba de salir, y los dos son buenísimos”. El libro es masculino; la revista es femenina. Al calificar los dos mediante un solo adjetivo, buenísimos, usamos —sin pensarlo— la terminación os: buenísimos. ¿Cuál es el problema? ¿Alguien que no viva en un manicomio diría Son buenísimo y buenísima?

Sin embargo, a alguien se le ocurrió que debemos —al referirnos a seres humanos— distinguir entre hombres y mujeres, niños y niñas, cuando hablamos de una pluralidad que abarca a los dos géneros. Decir, por ejemplo, “Las niñas y los niños saben…”. Seducidos por el inglés —más bien impresionados por el poder del imperio y ganosos de convertirse en sus lacayos lingüísticos—, estos locutores desean imitar la frase boys and girls. Pero también existe children, lo cual es el equivalente de niños, no niños y niñas, en el orden que sea. Como nota a pie de página, en inglés es más común decir “boys and girls”, pues constituye una frase hecha muy del lenguaje oral. “Children” es un poco más formal. De ahí en fuera… no hay diferencia.

Con todo, hay un elemento de peso en su insistencia. A veces sí es recomendable hacer énfasis en que estamos hablando de seres humanos de ambos géneros. Cuando así ocurre, no estaría de más decirlo claramente: “Tanto los hombres como las mujeres en México deben darse cuenta de que…”. Así se evitaría el mexicanos colectivo, aunque no sé para qué querríamos hacerlo. ¿Estaremos condenados, de aquí a la eternidad, a brutalizar el idioma para ser políticamente correctos?

No creo que ninguna feminista crea realmente que al referirse colectivamente a mexicanos o franceses o arquitectos o políticos o cocineros o musulmanes o cantantes de ópera, sólo esté hablando de hombres.[1] Se trata de una cuestión social y no lingüística. Si antes únicamente había médicos hombres, ahora hay no sólo médicas sino también ginecólogas, gastrointerólogas, otorrinolaringólogas y mujeres dedicadas a muchas otras especialidades. Pero doctoras y doctores juntos son llanamente doctores, no doctores y doctoras. Referirnos a ellos (¿a ellos y a ellas?) como doctoras y doctores resulta enojoso, a menos que realmente tuviéramos una clara intención de señalar por alguna razón específica la importancia del sexo de los galenos (o de las galenas).[2]

No me cuesta mucho trabajo imaginar cómo sería nuestro lenguaje si todos y todas adoptáramos esta lógica: los escritores y las escritoras tendrían que tratar con sus editoras y editores, y hablar de las costumbres de las mexicanas y los mexicanos donde políticos y políticas deciden la suerte de los ciudadanos y las ciudadanas de todas las edades mientras las lectoras y los lectores deciden si les gusta lo que escribimos acerca de ellas y ellos.

Creo yo, humildemente, que si uno (o una) desea ser feminista y apoyar a la mujer, que empiece por hablar y escribir bien el español. Y, de pilón, que pague a sus trabajadoras el mismo sueldo que paga a los hombres por realizar la misma labor. Y que les dé las mismas oportunidades. Y que les ofrezca las mismas consideraciones, y mayores consideraciones cuando se trata de los cuidados de sus hijos; que eso beneficia a todos (por no decir todos y todas). Que no anden con mamarrachadas seudo lingüísticas. Lanzar ripios a diestra y siniestra es fácil. Pero ser realmente consecuente con una política de justicia para con los miembros del sexo femenino implica ir mucho más allá de una ridícula moda entre políticos y locutores de radio y televisión.

Y allí está el problema principal. Dudo que en sus casas estos políticos y locutores hablen de manera tan torturada como lo hacen en público. Pero no desean ser tildados de sexistas, y por eso nos torturan a nosotros. ¡A la goma!, digo yo… Que sus acciones hablen más fuerte que sus palabras, pero que sus palabras tengan sentido sin atentar en contra de la eufonía y lógica del idioma.

Una última nota al respecto. Todos los políticos y locutores adictos al doblegenerismo empiezan hablando de “mexicanos y mexicanas”, pero dejan de hacerlo muy pronto y revierten al plural masculino que incluye a lo femenino. Según ellos, paradójicamente, en ese momento ya habrían dejado de hablar de mujeres, sean niñas, adultas o ancianas, para referirse únicamente a hombres. Dejan de lado el doblegenerismo no porque repente se vuelven sexistas sino porque es cansado y molesto, por no decir mamón… pedante.



[1]Es curioso, pero los políticamente correctos no objetan los sustantivos plurales terminados en “es”. ¿Por qué? ¿Eso, según ellos, incluye a mujeres? ¿Por qué no decir “cantantes hombres y mujeres de ópera”, sólo para estar absolutamente seguros de que la gente entiende que se trata de ambos géneros? Ya entrados en gastos, ¿por qué no cambiamos la palabra para que refleje nuestra sensibilidad de género? ¿Por qué no decir, pues, “cantantos y cantantas”? Sería la solución perfecta. Yo ya hablo de poetisos y poetisas. ¡Hay que ser sensible!

[2]¿Galenes…?