miércoles, 30 de mayo de 2007

No cantamos tan mal las arias


En los años 90 los grandes gurúes globalofílicos buscaban convencernos de que el mercado lo resolvía todo: injusticias, incapacidades, ineficacias, pobreza… En algunos casos era cierto: la competencia sirve para mejorar sistemas de producción y los productos mismos, siempre y cuando sean de consumo, y con la condición de que el campo de juego sea nivelado, lo cual casi nunca sucede. Pero el arte es un producto de consumo sólo desde un punto de vista muy estrecho: su venta, sea ésta en forma de disco, libro, boleto para concierto —teatro o ballet—, pintura, escultura, etcétera. Y como objeto vendible, el arte deja mucho que desear, si hablamos en términos de mercado.

Se ha escrito mucho —yo mismo me incluyo— de lo difícil que resulta vender libros en un país donde se lee poco y donde lo que más se lee se cataloga como chatarra. Aquí lo mismo se aplica a los boletos para el teatro, ópera, ballet y conciertos de música mal catalogada como seria o clásica. Yo casi daba por sentado que esto se debía a nuestro subdesarrollo, pero me topé en el New York Times Magazine con un artículo de Deborah Solomon que cita al director de Lincoln Center Inc., Bruce Crawford, quien revela ­—entre otras cosas— que ninguna ópera producida en la afamada Metropolitan de Lincoln Center sale tablas: todas pierden, alrededor del 50 por ciento… El resto del costo debe salir de donativos, fundaciones, etcétera. Uno puede imaginarse lo mal que están las cosas en lugares de menos renombre.

Le pregunté a Saúl Juárez, el entonces director del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), cuál era la situación de nuestra ópera, y me dijo que es muy parecida, sólo que un poquito peor: las funciones son subvencionadas mayormente por el Estado, pero actualmente ayudan diversas fundaciones. “Cuando bien nos va —aclaró—, la iniciativa privada llega a poner el 25 por ciento; a veces más, a veces menos”.

La buena noticia: en opinión de Juárez no existe presión alguna para suprimir ni conciertos ni óperas ni otras puestas en escena por falta de la rentabilidad que es tan sagrada a los mercadolibristas. (Aclaro: lo dijo Saúl cuando aún estaba al frente del INBA). Sólo pensar que pudieran cerrar las sinfónicas y las compañías de teatro y el ballet simplemente porque no venden suficientes boletos caros, me da frío. En otras palabras, en México sabemos que el arte, más que negocio, es cuestión de alma: la nuestra. Si las grandes mayorías aún no han descubierto estas delicias, todavía podrán hacerlo, y ellas saldrán ganando. Cuando eso suceda, seremos un país más rico.

sábado, 26 de mayo de 2007

Aborto: la derecha contraataca

Los reaccionarios en el poder no saben aceptar una derrota, ni una. La izquierda, por otro lado —con o sin las razones que esgrimía tras las elecciones presidenciales del 2 de julio de 2006—, tuvo que apechugar y aceptar la derrota de su candidato, Andrés Manuel López Obrador. Éste, con todo y sus pataletas y por más giras que haya realizado, tras agotar las instancias legales establecidas en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, tuvo que aceptar que no sería Presidente. Pero el brazo judicial de Felipe Calderón, la Procuraduría General de la República (PGR) —cuyo titular es Eduardo Medina Mora Icaza—, arremetió a última hora, ayer viernes 24 de mayo, contra la despenalización del aborto, aprobada por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) el 24 de abril.

Simultáneamente, y también justo antes que expirase el plazo para hacerlo, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), a cargo de José Luis Soberanes, promovió su propia acción de inconstitucionalidad contra las reformas a la ley aprobada por la ALDF. La acción de la PGR es comprensible, ya que Medina Mora forma parte del gabinete de Calderón, pero se supone que Soberanes dirige un organismo autónomo. Sin embargo, tras los acontecimientos de ayer y tomando en cuenta el sainete que se armó en Veracruz alrededor de la violación-no violación, del asesinato-no asesinato de Ernestina Ascencio, de Zongolica, su imparcialidad está más que comprometida.

Si bien es cierto que las dos instancias tienen el derecho de promover sus acciones de inconstitucionalidad, éstas no tienen ningún sentido jurídico por más que aleguen lo contrario, y mucho menos sentido posee la de José Luis Soberanes. Si bien la Constitución protege en términos generales la vida de los ciudadanos —faltaba más—, no menciona ni una sola vez la palabra aborto o la frase terminación de embarazo, o siquiera la palabra embarazo (excepción hecha del Título Sexto: “Del Trabajo y de la Previsión Social” (Artículo 123, A. V).

Una nota “a pie de página”: Usted puede y debe leer su Constitución. Consúltela en http://www.cddhcu.gob.mx/LeyesBiblio/pdf/1.pdf. El sitio no pertenece al PRD ni a los Francisco Villas ni al gobierno del Distrito Federal. La constitución es de todos y tenemos que hacerla valer.


Aquí la discusión es —y ha sido siempre— ideológica. quienes han seguido este mismo tema en la jurisprudencia de Estados Unidos, por ejemplo, lo saben muy bien. En 1973 la Suprema Corte de Justicia de aquella nación, en el caso conocido como Roe v. (versus, o “contra”) Wade, declaró inconstitucionales las leyes estatales y federales que prohibían el aborto. Esto desencadenó un drama que dura hasta nuestros días, con múltiples estiras y aflojes. Pero es un hecho que las mujeres norteamericanas pueden terminar sus embarazos sin que por ello pongan en riesgo sus vidas.

Y la discusión ideológica gira precisamente alrededor del concepto de vida. Felipe Calderón y quienes opinan como él ponen la vida del cigoto en un plano superior a la vida de la mujer en quien el producto ha empezado a crecer y desarrollarse. No hacen distinción de tiempo de gestación, como sí lo hacen las reformas al Capítulo V del Código Penal del DF, en sus artículos 144, 145, 146, y 147.

Nadie niega que el feto sea algo vivo y que tiene la potencia de convertirse en lo que nosotros llamamos ser humano. Pero el debate alrededor de cuándo el embrión adquiere los derechos propios de todos los seres humanos ya nacidos, puede durar de aquí al próximo milenio y no será resuelto porque es una cuestión de fe, no de razonamiento jurídico. En términos prácticos —y éste es el meollo del asunto—, estamos hablando de dos vidas, no solamente la del cigoto, feto, producto o embrión. Tenemos, por un lado, la vida y los derechos del ser humano en potencia y, por otro, los derechos del ser humano que carga el embrión en su vientre. ¿Cuál de estas dos vidas pesa más ante la ley?

Si yo, como ciudadana libre, creo que el cigoto ya es un ser humano con derechos plenos —algo difícil de argumentar científicamente, pero muy respetable en términos de fe—, por ningún motivo deberé interrumpir mi embarazo, pues iría en contra de mis preceptos, según los cuales estaría cometiendo un homicidio. Esto, por digno que fuere, no me daría el derecho de imponer mi creencia en otras personas, pues hay otras maneras de pensar, y gente honorable de muchas religiones tanto cristianas como no cristianas considera que el embrión adquiere la calidad de humano, con y los derechos que de ella se derivan, cuando el embarazo va adelantado, entre la treceava y vigésima semana, en virtud del grado de desarrollo neurológico, muscular, sexual, etcétera. Dicen: “A partir de cierto momento, el producto se vuelve un ser humano viable que podría vivir independientemente de su madre”. Nuestra Constitución no establece este momento; no posee esa facultad.

Las reformas a la ley del DF son en extremo conservadoras, pues en otros países puede interrumpirse el embarazo hasta la vigésima cuarta semana, y en ocasiones hasta la vigésima octava. Aun con su cariz conservador, la idea de las reformas está clara: la mujer posee el derecho de decidir sobre su cuerpo porque es suyo, hasta que el embrión adquiere derechos plenos como ser humano. La penalización del aborto, lejos de erradicar su práctica, sólo empuja a las mujeres que no desean llevar su embarazo a término, a abortar en condiciones que atentan peligrosamente contra su vida.

Las razones para poner fin a un embarazo pueden ser muchas, pero nadie termina un embarazo por razones frívolas. Se trata de una de las decisiones más dolorosas y de mayores consecuencias emocionales que una mujer puede tomar en su vida. La gran mayoría de mujeres que abortan, además, son casadas y ya tienen otros hijos. La idea de que el aborto es el anticonceptivo de los libertinos es un insulto, un escupitajo en la cara de millones de mujeres que, embargadas por muchas emociones y presiones encontradas, decidieron terminar un embarazo porque llevarlo a término habría implicado sufrimiento mucho mayor para sus hijos vivos, para el hijo nonato y para ella misma. Si los hombres pudieran embarazarse, para mí está clarísimo, nadie estaría discutiendo la constitucionalidad de las reformas que despenalizan el aborto: sería un derecho inalienable. Hay mujeres, desde luego, que están fervientemente en contra de que otras puedan optar por hacerse un aborto de manera legal, pero también hubo esclavos en Estados Unidos que prefirieron la servidumbre a la libertad, y ésta es una cuestión de libertad, no de imposición. Al despenalizarse el aborto, se otorgaron a la mujer mayores posibilidades para tomar decisiones que la afectan directa y contundentemente. Ningún médico es obligado a realizar la operación ni mujer alguna es presionada para abortar. Es una cuestión de conciencia profundamente personal. Pero la derecha en el poder desea imponer su convicción moral, su fe religiosa, su manera de pensar a los demás, y esto no esto no es aceptable en un estado laico, democrático, con instituciones que ya se han pronunciado al respecto.

Para mí no hay duda: José Luis Soberanes falta a su deber al promover su acción de inconstitucionalidad porque pasa por alto los derechos humanos de la madre y sólo toma en cuenta los del producto. No le importan las muertes de quienes, desesperadas ante su situación, recurren al aborto clandestino como último recurso. Que no se engañe, y que no nos engañemos, ninguna ley jamás ha contribuido a que haya menos abortos. Se aborta menos cuando se ofrece a toda la población educación sexual de calidad, incluyendo abundante información acerca de métodos anticonceptivos, y no sólo información sino también atención médica gratuita a todas las mujeres que desean determinar cuántos hijos tendrán y cuándo. Soberanes no desea proteger sino violar el derecho de las mujeres de decidir sobre su propio cuerpo y destino.

El caso de la PGR era previsible, pero es importante que las autoridades federales sepan que la ciudadanía no se dejará atropellar. La asamblea del Distrito Federal ha hablado por nosotros, democráticamente, y conforme a derecho. Ni Felipe Calderón ni José Luis Soberanes ni Norberto Rivera tienen el derecho de controlar los cuerpos de las ciudadanas que viven en el DF. Esta ley no tiene nada de inconstitucional. Su esfuerzo por hacer que así parezca es una cortina de humo ideológica, su pataleta en contra de la vida democrática de nuestra ciudad, en contra de nuestra dignidad humana.

viernes, 25 de mayo de 2007

La arrogancia del deseo de durar para siempre

El joven novelista Omar Delgado (Ellos nos cuidan. Colibrí, México, 2005) ha escrito un ensayo, aún inédito, acerca de la práctica decimonónica de fotografiar a los familiares muertos. En él se menciona la arrogancia que hay detrás del deseo de “engañar” a la muerte al hacer que en las imágenes impresas los difuntos parezcan apenas “dormidos”. Así, reza la teoría, los seres humanos podríamos volvernos eternos gracias a la fotografía.

Esto me remitió de inmediato a otro gran ejemplo de arrogancia más allá de la muerte, sólo que éste provenía de la literatura romántica inglesa. Se trata del soneto “Ozymandias” de Percy Bysshe Shelley. Al vuelo lo encontré en internet y el miércoles pasado lo leímos en nuestro taller de Creación Literaria, donde analizábamos el ensayo de Omar. esta mañana, curiosamente, revisando algunos ensayos y artículos míos de años pasados, me topé con uno que menciona a este personaje en relación con lo que sucedió con el alud de empresas de internet (las “dot.com”) que hicieron implosión tras el crac de hace poco más de un lustro. Se creían eternas, todopoderosas… ¿Y dónde están ahora?

Nada dura para siempre sino la arrogancia del deseo de durar para siempre. He aquí el artículo de mediados de 2001, el cual sólo apareció en... el internet (CiberSivo):

Ozymandias y el crac del internet

Y justo cuando los neo-profetas estaban a punto de declarar “Y Dios vio que era bueno”, cayeron las inversiones en las tecnologías internet, se derrumbó el nasdaq y —definitivamente— Dios vio que no era bueno. Es más, se dice que las nuevas tecnologías tardarán décadas en recuperar el ritmo con el cual estaban creciendo antes del tecnocrac. O peor: que jamás llegarán a su madurez. Serán tecnologías tipo crisálida: justo cuando iban a salir de su capullo y volar con todo su esplendor, se quedaron congeladas o se convirtieron en momias vivas, testimonio a la avaricia de quienes apostaron todo sin planear nada, pensando que iban a volverse inmensamente ricos de la noche a la mañana.

La historia de la humanidad está llena de historias de esta índole. El poema “Ozymandias” (otro nombre de Ramsés ii) de Percy Bysshe Shelley es conmovedor en este sentido. Cuenta el poeta inglés que se topó con un viajero, y que éste le contó que en medio del desierto había unas ruinas: un par de piernas sin tronco era lo único que quedaba de la escultura. En el pedestal, sin embargo, se leía lo siguiente, que es el final del soneto de Shelley, escrito en 1818:

‘My name is Ozymandias, king of kings:

Look on my works, ye Mighty, and despair!’

Nothing beside remains. Round the decay

Of that colossal wreck, boundless and bare

The lone and level sands stretch far away.

Traduzco literalmente:

“Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:

¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperaos!”.

Nada más hay. Alrededor de la decadencia

de esa ruina colosal, sin límite y estériles,

las planas y solitarias arenas se extienden hacia la lejanía.

¿Cuántos Ozymandias no han sembrado sus ruinas por las calles de la punta sur de la isla de Manhattan, por Silicon Valley? ¿Cuántos que ahora deambulan por las calles de San Francisco, ausentes y sin hogar, hace un año dominaban el mundo desde un piso 84, sus cuentas bancarias llenas de los dólares frescos de inversionistas incautos que saboreaban los frutos que no eran de su trabajo? ¡Cuánta arrogancia! ¡Cuánta tragedia!

No lo digo, desde luego, por aquellos que deseaban hartarse de billetes y pasar el resto de sus vidas veleando por las costas de Massachusetts o el sur de California. Lo digo por quienes invirtieron sus vidas en desarrollar tecnologías visionarias que tal vez ahora no vean la luz, no porque no sirvan sino porque no recibirán el apoyo que merecen.

Para no ir demasiado lejos, una tecnología probada que iba a convertir las comunicaciones con gran ancho de banda en cosa cotidiana para todo el mundo —cine por demanda con alta definición, video conferencias y conciertos en tiempo real, a todo color y con sonido estereofónico, como si uno estuviera presente, y un larguísimo etcétera—, ahora se ve casi totalmente parada. Me refiero al uso de la fibra óptica. Según un artículo de Simon Romero en el New York Times (18 de junio de 2001), sólo el 5% de la fibra óptica instalada en el mundo está encendida (en uso).

Para un cliente grande, cuesta alrededor de $500 millones de dólares a lo largo de 15 meses encender su red de fibra óptica, pero a estas alturas no hay inversionistas dispuestos a financiar estas redes ya instaladas, pues consideran que el boom del internet ha dado de sí, que no tiene futuro.

¿Hasta qué punto es la prosperidad una ilusión? ¿Qué separa la pobreza de la plenitud? ¿Será cierto que por un error de apreciación comercial de un puñado de ambiciosos que no vieron prosperar el mercado publicitario en el internet, todo lo demás carezca de valor, que no merezca el apoyo financiero de gente más sensata?

No habría que excluir el comercio legítimo y obviamente necesario para toda sociedad, pero el internet no sólo es publicidad, ganancia rápida y desmedida, la pornografía de almas pobres. Debe ser el vehículo de comunicación e investigación, del flujo libre de información de toda clase, sin que esto despierte los temores de quienes piensan que el conocimiento debe reservarse sólo para los privilegiados.

El crac del e-business a lo salvaje puede ser una bendición disfrazada: debemos aprovechar este momento para volver a encarrilar el internet por donde debe caminar: la educación, la difusión de la cultura humana, la investigación, las artes y la comunicación en general. Ozymandias y su sociedad no se adaptaron. Espero que de la nuestra encuentren las generaciones futuras mucho más que un pedestal que diga, entre la vastedad de un desierto estéril, “¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperaos!”.

Hasta aquí aquel artículo de 2001. El internet se ha recuperado, ya sin la arrogancia anterior, y eso es ganancia. Desde entonces la red ha emprendido dos direcciones contrarias: una, completamente libertaria, donde se publican blogs como éste e incontables toneladas de información libre, de toda especie (caveat emptor), y otra absolutamente comercial. Esta pluralidad sólo puede calificarse de positiva. Mientras nosotros podamos seguir explorando los vastos universos del conocimiento humano que circulan por el ciberespacio, y mientras tengamos la posibilidad de compartirlos, ¿qué tiene de malo comprar un disco, un libro —o lo que sea— por internet?

martes, 22 de mayo de 2007

Benedicto XVI: el regreso del cinismo histórico

Ahora resulta que “Cristo era el Salvador” que los indígenas americanos “anhelaban silenciosamente”. Por lo menos así lo que afirma el papa Benedicto XVI. Este pensamiento tan poético como absurdo es por lo menos conveniente: borra con un nubarrón de incienso toda responsabilidad eclesiástica de lo que fue probablemente el mayor genocidio de todos los tiempos, iniciado en Cholula el 18 de octubre de 1519 por Hernán Cortés. La lógica es sencilla. “Si yo deseo silenciosamente que alguien venga a mi casa y se lleve mi radio, mi televisor, mi computadora, mi dinero, mis libros, mi perro y hasta mis boletos de metro, no hubo robo sino que me hicieron un favor. Si en eso asesinaron a mis hijos y violaron a mi esposa, sólo sirvió para un bien mayor: cumplir mis silenciosos deseos de que me quitasen todo”. Esta lógica presenta un solo problema: en ninguna parte consta que los indios hubieran deseado ser invadidos, diezmados y robados de sus bienes materiales, sus costumbres, sus idiomas, su cosmovisión, la capacidad de ser dueños de su destino. Es posible que, más adelante, habrían abrazado la fe cristiana si los españoles les hubieran ofrecido la posibilidad de conocerla pacíficamente, mediante una respetuosa convivencia, pero esto —en definitiva— nunca sucedió. Incontables millones de indios murieron bajo la espada, el látigo y por enfermedades importadas desde Europa. ¿Realmente no lo sabe el papa?

Por supuesto que sí. Dicha declaración ha provocado que el jerarca más importante de la Iglesia católica sea visto cómo uno de los mayores cínicos de toda la historia de la humanidad, pero al afirmar lo anterior no pretendo ofender a los creyentes católicos. Eso sí: me preocupa que una vez más la Iglesia busca, mediante un acto de prestidigitación filosófica, eludir su papel histórico en una serie de atrocidades que se iniciaron en la Edad Media con las Cruzadas y que continuaron con la Inquisición y la Conquista. Otro tanto puede afirmarse acerca de su silencio ante la política de exterminio masivo emprendida por la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Claro que hubo católicos que se opusieron al nazismo y que por ello perdieron la vida. Y no sólo católicos sino también protestantes y musulmanes y budistas… Todos ellos personas no sólo honradas sino heroicas.

La triste afirmación reciente del papa simplemente huele a podrido. Se parece demasiado a los argumentos que justificaron asesinatos masivos de judíos durante la Edad Media: éstos se condenaron solos por no aceptar a Cristo, su propia Biblia profetizó la llegada de Jesús y ni así lo proclamaron el Mesías, ergo son diabólicos y deben pagar caro su arrogancia, una arrogancia muy parecida a la de los indígenas que trataron de salvar algo de su independencia, su civilización, su dignidad. Para el papa actual, la evangelización como fin justifica los medios más abyectos.

Se decía hacia finales del siglo pasado que el XXI sería “religioso” o no sería, con lo cual se insinuaba que si los humanos no abrazábamos masivamente la religión, habría tamaña hecatombe. Pero hoy en día las voces religiosas que más se escuchan son las más fanáticas e intolerantes, y está muy claro adónde quieren llevarnos, no importa cuál sea su filiación doctrinal. Las personas de verdadera espiritualidad e inteligencia deben hacerse escuchar. Borrar o higienizar los crímenes del pasado sólo allana el camino para nuevos criminales y asesinos. Por ello, habríamos de tomar prestada una consigna de los republicanos españoles frente a quienes emplean la mentira sistemáticamente para justificarse y preparar nuevos asaltos a la dignidad humana: ¡No pasarán!

lunes, 21 de mayo de 2007

¡Libros, no! ¡Sólo cosas de valor!

El gobierno federal, a lo largo de los últimos años, ha gastado millones de pesos en diversos programas diseñados ostensiblemente para que México se vuelva “un país de lectores”. Está por verse si estos programas realmente están creándolos o si han servido más bien para enriquecer aún más a algunas casas editoriales extranjeras que han recolonizado muy bien sus antiguas posesiones de ultramar.

Cuando estuvo en la mano de Vicente Fox hacer algo que realmente pudiera estimular la lectura de los habitantes de esta nación —firmar la Ley del Libro y Fomento a la Lectura—, decidió que debía vetarlo porque, según sus asesores, atentaba contra la libre competencia de mercado. En este momento, no volveré a discutir las mentiras y la increíble mala leche que hubo detrás de esta decisión.

En el fondo es un problema de valores. Hay quienes suelen proclamar, de dientes para fuera por supuesto, que ellos salvaguardan los más sagrados de la patria. Pero para muchos de ellos, se trata —más que nada— de prohibir a las mujeres que gocen de libertad reproductiva y de controlar férreamente la información que pueda llegar a sus hijos. Esta derecha recalcitrante nos ha llevado a una posición nada envidiable entre las naciones. En los sucesivos estudios que realizan diversas organizaciones internacionales, solemos oscilar entre los últimos lugares en lectura. Las consecuencias son evidentes para quienes nos dedicamos a la enseñanza: a los niños y jóvenes no sólo les cuesta trabajo leer sino que muchas veces no entienden lo que leen; un alto porcentaje no puede siquiera sintetizar un artículo, ni mucho menos está en la posibilidad de redactar ideas propias acerca del mismo.

Nos estamos quedando atrás de la manera más trágica. ¿Cómo podremos innovar si somos tan ignorantes? ¿Cómo dejaremos de ser los peones de la Hacienda Global si nuestros capataces insisten en que los libros, y las maravillas que encierran, permanezcan fuera del radar psicológico del mexicano. En la vastísima mayoría de nuestros hogares, los libros no existen. Casi todos tienen un televisor a color, radio y tocadiscos, pero un librero dedicado a lo mejor de la literatura mexicana, latinoamericana y mundial brilla por su ausencia. Y menos hay tomos de ensayo, historia, pensamiento filosófico o científico. “¡Qué es eso!”, exclamarían más de tres. Pero es ahí donde encontramos los verdaderos valores de la humanidad. Y nosotros, como nación, ni enterados…

Una amiga me escribió indignada: “Llegué a un valet-parking y tardaron horas revisando el coche; dibujaron cada defecto y me preguntaron: ‘¿Señorita, deja algo de valor en el auto?’. Les dije: ‘Sí. Tres libros’. El señor me contestó riéndose: Ah, libros. Eso no importa. Sólo apuntamos cosas de valor’ ”.

Donde los libros carecen de valor, donde no interesan ni siquiera a los ladrones, la inteligencia está concentrada en unos cuantos, y éstos podrán seguir haciendo lo que les venga en gana porque ellos sí están enterados, porque ellos sí leen.

viernes, 18 de mayo de 2007

En el corazón del corazón de México


Consternación e incredulidad. Esto es lo que ha provocado en más de tres personas la información de que hace casi un año trasladé mi estudio desde Santa María la Ribera —oculto tras las oficinas de Editorial Colibrí— hasta la calle de Regina en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Y allí me fui con todo: libros acumulados desde la inauguración de la editorial (un poco más de mil, tal vez), dos pianos, un perro, muebles varios y la computadora en que esto escribo. “¡Pero por qué el Centro!”, me preguntan exclamando. “¡Es horrible!”, exclaman sin preguntar.

En México siempre andamos un poco atrasados de noticias. Algunos no se han dado cuenta, por ejemplo, de que los españoles perdieron la guerra de la Independencia, de que la Reforma se impuso sobre la Santa Iglesia Católica y de que Andrés Manuel López Obrador —con o sin los votos que ya nadie contará nunca— no es presidente de este país. De la misma manera, algunas personas no se han percatado de la profunda transformación que está celebrando el Centro Histórico. Mucho falta por hacer, pero calles y barrios enteros se han levantado gracias a la visión de algunos empresarios y políticos, aunada a las ganas de los nuevos y antiguos residentes de hacer de estas calles un lugar gozoso para vivir y trabajar (incluso para ejercer nuestro derecho a la flojera de vez en cuando).

Antes venía al Centro como turista, pero ahora siento otra cosa al caminar por Mesones, Bolívar, República de El Salvador, Uruguay, Venustiano Carranza, Palma, Gante, Isabel la Católica, Cinco de Febrero, Veinte de Noviembre… Aquí la gente se saluda todavía, como si fuera pueblo, y al mismo tiempo se siente una adrenalina parecida a la que uno experimenta en Greenwich Village o Soho, en Manhattan, o en Marais, a un lado del Sena en París. Van y vienen con ropa recién fabricada, colgada en tubos-percheros rodantes —igual que en el Garment District de Nueva York, pues toda el área de Pino Suárez y más allá sigue dedicada a la maquila de ropa que termina en tiendas de todo el mundo, incluyendo el inefable centro comercial Santa Fe. Si quienes compran allá se dignaran visitar el Centro Histórico, probablemente gastarían la mitad. Pero, en fin, para muchos el asunto es gastar lo más posible y que se note…

Acá también hay tiendas dedicadas a la música y los instrumentos con que se toca. Por desgracia, se ha puesto mucho énfasis en lo más comercial: teclados electrónicos, baterías e instrumentos para bandas que amenicen Quince Años, Bodas, Bar Mitzvahs, Primeras Comuniones, Circuncisiones, Divorcios, etcétera. Pero también uno puede hallar violines, saxofones, violonchelos, tubas, trompetas, triángulos, pianos, flautas dulces y transversales, contrabajos, oboes, clarinetes, violas, cornos ¡y todo un piso (el primero) dedicado a partituras en Casa Wagner, Bolívar 41! Por desgracia, falta muchísimo. Las Urtext de Henle Verlag y Weiner Editionen brillan por su ausencia, mientras que abundan las de Schirmer, que chafean sensiblemente, ¡pero uno se encuentra con cualquier cantidad de sorpresas agradables! Hasta ponen a la disposición un piano para que uno pueda tocar las partituras que desea comprar, antes de comprarlas. ¿Dónde se ha visto esto? En Sala Chopin de Santa Fe, no lo celebran mucho cuando uno se sienta a tocar sus pianos (a menos que uno tenga cara de mucho dinero), y no tienen una sola partitura. Eso sí: son un poco menos díscolos en la sucursal Condesa, y allá tienen Steinways de gran concierto.

Lo maravilloso: Donde tengo mi estudio, abundan los changarros dedicados a las máquinas de coser. Lástima que no me interesa aprender a confeccionar mi propia ropa. Nada más eso faltaba. Por Corregidora están las ferreterías, todas las que uno quisiera tener a la mano. En El Salvador y Uruguay hay papelerías por doquier, grandes y pequeñas, amén de que allí se encuentra el corazón cibernético de América Latina. No hay nada que no pueda conseguirse en las numerosas tiendas y pasajes, y a precios —en general— mucho más bajos que en cualquier otra parte.

Lo feo: La piratería que pulula, contamina y deprime. ¿Cuándo se darán cuenta nuestras queridas autoridades de que este negocio multimillonario —que en nada o poco ayuda a quienes viven y trabajan acá— es una mancha en su reputación de honradez valiente? Eso, por un lado, y por el otro simplemente no se puede caminar a gusto en varias calles importantes que serían hermosísimas sin tanta aglomeración de fealdad impuesta desde el hampa. ¿Y adónde irían a trabajar todas estas personas dedicadas a vender el producto del sudor ajeno? Éste es un problema político, el cual endoso cariñosamente a nuestros gobernantes, desde Marcelo Ebrard hasta Felipe Calderón. Si el país fuera funcional y equitativo, no habría piratas en pleno Centro Histórico, donde ya ni lago tenemos (además).

Lo sublime: Acá hay vibras que usted no va a sentir en ninguna otra parte. Templo Mayor, Catedral, iglesias coloniales en casi cada cuadra. Hasta hay dos sinagogas relativamente antiguas, por el lado de Jesús María. Éste es un lugar de veras (no chingaderas), donde hemos habitado ininterrumpidamente desde hace más de 600 años. Y no sólo eso. Aquí están los mejores restaurantes, bares, cantinas y antros de jazz, como el Bar Zinco, el cual hace las delicias de quienes gozamos de las mejores improvisaciones en todos los tonos. Lástima que Papá Beto esté aún en la calle de Sullivan, porque allí también se pone buenísimo. Tal vez puedan abrir una sucursal para que no haya límite entre los maitines y los palomazos…

Así que no se hagan… Se están abriendo muchos edificios renovados para que vengan a vivir la experiencia del Centro. Dense una vuelta. El Santro, como mis alumnos de Creación Literaria han bautizado mi humilde estudio, es sólo un pequeño trozo de la punta del iceberg.

jueves, 17 de mayo de 2007

Lo que el paro deparó

Mientras escribo esto, estoy embotellado en la esquina de Presas Cointzio y Angostura, colonia Irrigación, Ciudad de México. Son las 7:43 horas y debería estar dando clase en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) Azcapotzalco, donde imparto cátedra desde el 20 de enero de 1980. Pero al llegar a la puerta de la UAM en Avenida San Pablo 180, la reja estaba cerrada y un par de jóvenes colgaba la emblemática bandera rojinegra de incontables y heroicas huelgas que se han llevado a cabo a lo largo de más de tres décadas. Por desgracia y disposición oficial, nunca se ha ganado gran cosa para la causa de profesores, empleados varios, estudiantes, proletariado ni nada que yo pueda percibir salvo descuentos draconianos y agresivamente empobrecedores. Eso sí: el derecho de pataleo, nadie nos lo quita.

Paros aparte —y me solidarizo con el sindicalismo independiente, inteligente y creativo en su búsqueda de mejorar la suerte de los trabajadores, si es que esto existe en México—, la interrupción laboral de hoy ha sido una gran oportunidad de gozar la ciudad desde otra perspectiva, embotellado en tráfico que no suelo ver por estar iluminando a jóvenes de 18 y 19 años en todo lo que atañe a las delicias de las oraciones coordinadas y subordinadas.

Qué hermosa panorámica de automóviles metiéndose en sentido contrario, por la rampa de salida, a la vía rápida conocida como Aquiles Serdán. Esta imagen fue más que suficiente para justificar el paro de labores en la universidad. Imagínese usted: miles de coches se dirigen hacia el centro de la ciudad por Aquiles Serdán. Alguno emprende la salida hacia la lateral porque ahí vive o trabaja. Al mismo tiempo, varios coches, incluyendo los taxis colectivos que cariñosamente llamamos peseras, vienen entrando en reversa por la salida; otros, no menos intrépidos, se brincan la barrera de concreto que separa la lateral de la vía rápida. Enfrenones, claxonazos… Emoción suficiente para amenizar cualquier mañana en esta urbe tan vital y llena de sorpresas. Y si no hubiera sido por el paro, jamás lo habría presenciado. Me considero un tío con suerte.

Con mi laptop abierto en la butaca del copiloto, he llegado a Polanco porque decidí hacer algo de súper, aprovechando mis horas de asueto (el paro es de 12 horas: de las siete de la mañana a las siete de la noche, suficiente para echar a perder cualquier plan docente, y hoy tocaba Teoría de la Novela en mi curso de Metodología de la Lectura). En general me choca ir al súper, pero si el destino me pone en estas calles de Dios a estas deshoras, es preciso navegar… por los pasillos del Superama, y quién sabe de qué otros oscuros laberintos. Pero sólo de pensar que me esperan Bach y Mozart y Haydn y Debussy y Beethoven en el Centro Histórico —y una novela de William Styron—, me emociono sobremanera. Que el tráfico me agarre confesado.

Mientras tanto, el grupo Wal-Mart (al cual pertenece Superama, y que trata bastante mal a sus empleados, según todo lo que he leído en el New Yorker y el New York Times) agradece profundamente al Sindicato de Trabajores de la Universidad Autónoma Metropolitana esta oportunidad de que yo vuelva más profundos los bolsillos de los herederos de Sam Walton. También lo agradecemos mi Steinway vertical, modelo E de 1901, y yo. En cuanto salga de este trafico, podré tocar el piano y leer todo lo que quiera.

jueves, 10 de mayo de 2007

Ya pasó el Día de las Madres

Odio el Día de las Madres. El tráfico es insoportable y deprime ver el mar de cabecitas blancas en los restaurantes, pues con sólo pensar que los otros 364 días del año están encerradas lavando, planchando, guisando y siendo insoportablemente abnegadas, uno quiere salir corriendo. Además, mi madre vive a cinco mil kilómetros de distancia y no puedo celebrarla como lo hace todo el mundo. Hoy le hablé por teléfono, pero para ella el Día de las Madres toca este domingo 13, según la costumbre estadunidense de festejar a las progenitoras el segundo domingo de mayo. Así que le volveré a hablar. Dios bendiga a Skype.

Felicito a todas las madres con las cuales me cruzo, incluyendo a la de mis hijos. Pero nosotros (mamá, papá, hijos) no tenemos la costumbre de salir a comer a restaurantes el 10 de mayo. La tradición familiar (hablo ahora de la familia que son los amigos) ha sido celebrarlo con Rubén Bonifaz Nuño, el poeta mayor de México y, probablemente, de lengua española. "¿Por qué me limitas?", preguntaría él, socarrón. Bueno: el mayor poeta de todos los idiomas y de todos los tiempos.

A Rubén lo hemos celebrado en 10 de mayo porque "ha sido como una madre para nosotros": Vicente Quirarte, Francisco Hernández, Raúl Renán, Bernardo Ruiz, Fausto Vega, René Avilés Fabila, Josefina Estrada, Marco Antonio Campos... El lugar más socorrido por esta Cofradía de Calacas (Bernardo Ruiz dixit) ha sido El Rioja, allá por Insurgentes Sur, antes de llegar a Ciudad Universitaria, del lado oriente. Es un lugar ruidoso pero como tiene mucha luz, le gusta a Rubén y allá los meseros lo tratan a cuerpo de rey, como él se merece. Nosotros les hacemos segunda.

Este año no hubo convocatoria, y eso me entristece. Se me vino encima el día 10 y ni cuenta me di. Por este medio cibernético hago un llamado a los Calacas a mover el día de las madres a cualquier otro, y que sea pronto, porque cabecitas blancas puede haber muchas, pero Rubén sólo hay uno.

El doctor Bonifaz nació el 12 de noviembre, Día del Cartero. Mi mamá llegó al mundo una semana antes, el día 5 del mismo mes y del mismo año: 1923. Dos cabecitas blancas en una sola semana.

Para aquellos que no creen que yo tenga madre, incluyo una fotografía por la banda que está a la derecha. Allí estamos bailando en una fiesta familiar en 2006. Como puede apreciarse, yo usaba lentes
todavía y había comido demasiado.

martes, 8 de mayo de 2007

La tranquilidad de una cirugía exitosa

Como escribí a la víspera de la operación de mi hija Leonora, hace dos días ("Cuando operan a un hijo"), uno se angustia mucho más cuando la vida de un vástago se pone en manos de los médicos, que cuando es uno mismo quien deberá someterse al bisturí. Pero anoche salió de su operación muy bien. Le dolió muchísimo al despertar tras los efectos de la anestestia, pero pudo dormir durante la noche y hoy tomó sus primeros pasos.

Hay que entender que le intervinieron la columna porque tenía un disco no sólo herniado sino totalmente destrozado. Los médicos no se explican cómo podía seguir caminando en las condiciones en que estaba. Habla mucho de su fuerza y condición física, pues como estudiante de actuación del Centro Universitario de Teatro (CUT) de la UNAM, no sólo le mete al Stanislavski y al Darío Fo sino también a la acrobacia tipo Cirque du Soleil. Asimismo, ha de tener un umbral de dolor muy alto. Aguanta mucho. Con suerte, mañana volverá a casa a empezar su proceso de rehabilitación, que tardará --lo más seguro-- unos meses, después de los cuales estará al ciento por ciento. Ya descansé. Ella también. Todos.

Si los cirujanos que la operaron fuesen poetas o músicos, diría que merecen un gran aplauso, pues además de ser profesionales
de primerísimo nivel, absolutamente dedicados, tienen que aguantar a los papás de los enfermos, y eso no es poca cosa.

domingo, 6 de mayo de 2007

20 mil desnudos en la plancha del Zócalo

A las cuatro de la mañana saqué mis perros, Propercio y Matilda, a pasear por la calle de Regina en el Centro Histórico, donde tengo mi estudio. Usualmente, a esas horas no hay un alma en centenares de metros a la redonda. Pero el domingo pasado eso ya era un hervidero de gente que se había levantado tempranísimo para cumplir el mismo propósito que yo: participar en un acto realmente extraordinario, una instalacion masiva de cuerpos humanos de Spencer Tunick.

A las 4:10 emprendí el viaje al Zócalo, con mi papel de registro en mano y una bolsa de plástico donde metería mi ropa después del encueramiento universal. Muy pronto, sin embargo, todos cuantos nos dirigíamos allá nos dimos cuenta de que los números habían rebasado a los organizadores. Por alguna razón, muchos automovilistas habían logrado romper el cerco (¿siquiera se armó el cerco que habían anunciado?) y competían con la gente a pie. Ya a esas horas no había dónde estacionarse ni adónde ir. En Isabel la Católica y Venustiano apenas se podía caminar. Había filas para acá y filas para allá, y nadie sabía bien a bien adónde iban ni cómo; serpenteaban, daban la vuelta a la esquina y todo el mundo estaba un poco desconcertado, pero a pesar de la ausencia de indicaciones de parte de los organizadores, no hubo incidentes.

Por fin, como a las 5:30, las cosas empezaron a moverse y pudimos entrar por una casita (una especie de arco en forma de techo a dos aguas) y pudimos entrar en el Zócalo. Cuando llegué, ya había miles de personas sentadas frente al Hotel Majestic. Los que seguíamos entrando, ocupamos nuestros lugar. El vasto Zócalo, detrás de nosotros, sin iluminación, estaba vacío. Había que esperar...

La gente estaba de buen humor. Iban y venían las goyas. Se platicaba acerca de cómo iba a ser la instalación. Por fin apareció Spencer Tunick y empezó a explicarnos cómo serían los movimientos. Varias veces nos dijo que nos quitaríamos la ropa, pero not now: when I say so... Al parecer, temía que todos, espontáneamente, quedáramos en pelotas. No hubo tal atrevimiento, pero cuando el fotógrafo dio la orden, ni tardos ni perezosos, todos quedamos perfectamente encuerados: sin calzones, sin zapatos, sin anteojos, sin relojes, sin joyas. Nada. Como Dios nos trajo al mundo.

Nos dijo que cada uno debía ocupar un cuadrito de la plancha del zócalo, y nos expandimos cual gas sobre el piso. Tardamos todavía un rato para llenar los espacios en blanco y equilibrar la masa de humanidad, pero todos estábamos muy entusiasmados, como dentro de un sueño, algo que nadie jamás había vivido. Ya empezaba a clarear.

Hicimos tres poses. Las primeras dos fueron fáciles: parados viendo hacia el Hotel Majestic y acostados con la cabeza hacia el asta bandera en medio. Seguramente que en la foto se verá algo así como un sol. La tercera pose fue más difícil: arrodillados, lo más apretados contra el piso posible, con la cabeza sobre el pavimento. A mí me dolieron mucho las rodillas contra la piedra, pero valió la pena.

Después debíamos dirigirnos todos a la calle 20 de Noviembre donde hicimos varias poses sencillas: los brazos extendidos hacia arriba, con el dedo índice extendido, brazo izquierdo, brazo derecho, izquierdo con mano en forma de puño...

A estas alturas, empecé a reflexionar en lo que sucedía, nada fácil cuando uno está en medio de una conglomeración de ese tamaño y en esas condiciones. A pesar de ser miles de seres humanos adultos desnudos, el ambiente no estaba cargado de sexualidad ni hubo insinuaciones ni comentarios fuera de tono o simplemente desagradables. Se parecía más al ambiente que hay antes de una carrera atlética de 10 kilómetros: festejo general. La gran diferencia estaba en que no íbamos a correr sino simplemente a convivir para las fotografías.

Había parejas de novios heterosexuales, matrimonios; parejas homosexuales, hombres y mujeres; había grupos de mujeres que habían llegado juntas y otros grupos mixtos de amigos de la universidad e incluso del trabajo; hubo quienes llegaron solos, tanto hombres como mujeres, y se sintieron como parte de un todo mayor, que existe en otro nivel, como yo jamás lo había vivido o sentido. Todos se divertían, conversaban, hacían sus observaciones... Pero es importante reiterarlo: la atmósfera no se sentía sexual sino humana. Celebrábamos nuestra desnuda, infinita y hermosa humanidad en todas sus formas, y nadie se sintió feo ni discriminado ni fuera de lugar. Para mí, éste fue el gran logro de la instalación de Tunick, mucho más allá del valor estético de las fotos que aún no hemos visto, y que todavía no veremos durante varios meses.

Después de las últimas tomas de 20 de Noviembre, nos volvimos a dirigir al Zócalo. Anunciaron que las mujeres se separarían de los hombres para que Tunick sacara unas placas sólo de ellas. Aquí empezaron los problemas. Muchas mujeres, al estar repentinamente lejos de sus acompañantes, se sintieron vulernables y se preocuparon por la posible pérdida de su ropa. Por desgracia, los organizadores no previeron esto ni supieron cómo tranquilizar a las mujeres que no pudieron estar quietas mucho tiempo; algunas empezaron a separarse en grupos en busca de sus novios, esposos, acompañanates, o simplemente para recuperar su ropa antes que se perdiera. Y, en efecto, no hubo ningún resguardo y a algunas mujeres sí se les extraviaron sus prendas: gente generosa les regaló lo que les sobraba para que pudieran irse a casa.

Por si esto no hubiera sido suficiente, algunos imbéciles --no sé de qué otra manera llamarlos--, ya vestidos, se acercaron a las mujeres y les dijeron cosas feas, los clásicos piropos de albañil. Vaya paradoja: mientras todos estuvimos juntos y desnudos, hombres y mujeres, no hubo absolutamente ningún problema: éramos uno. Pero en el momento de separar a los sexos, algunos volvieron a asumir sus tristes papeles de género (masculino) y no pudieron reprimirse. Es una lástima. Pero, después de todo, somos humanos y esto comprueba que aún somos perfectibles en muchos sentidos.

Estando dentro de la muchedumbre, me resultó difícil imaginar la vertiente estética de la experiencia, pero viendo a las mujeres de lejos, no me costó ningún trabajo apreciar la belleza del grupo de mujeres: por reducido que haya quedado, no podía haber menos de tres o cuatro mil todavía. Hombres y mujeres juntos producen un efecto insólito por la disparidad de sus formas: los hombres anchos en los hombros, más angostos en la cadera, piernas largas, en general; las mujeres curvas en las caderas y el torso, con sus pechos curvos de todos los tamaños y colores. Pero cuando estaban juntas las mujeres únicamente, se producía otro efecto, una especie de armonía ondulatoria difícil de explicar; algo realmente hermoso.

Respecto de los cuerpos desnudos en sí, desde luego que nunca había visto tantos al mismo tiempo (ni esparcidos a lo largo de mi vida; ni me habrían alcanzado 200 vidas para ver tantos). Y menos había visto hombres y mujeres desnudos juntos; cuando mucho, unos 20 hombres en el área de regaderas de un club deportivo. Francamente me regocijó la variedad: flacos, gordos, chaparros, altos; circuncidados, sin circuncisión; en las mujeres pechos grandes, pechos pequeños y pechos medianos; areolas de todos los tamaños y matices desde el marrón oscuro hasta el rosado claro; mucho y poco vello púbico en hombres y mujeres; menos tatuajes de los que me había imaginado... Hubo, en realidad, pocos cuerpos apegados a la estricta estética de Hollywood, y eso me dio mucho gusto porque la belleza humana no está allí sino en el espíritu que todos compartimos durante un par de horas.

sábado, 5 de mayo de 2007

Cuando operan a un hijo

Hay tantas actitudes ante una cirugía inminente como hay personas. Muchos sienten miedo, los clásicos pasos en la azotea; temen no despertar tras someterse a la anestesia general. Sólo tengo recuerdos claros de dos operaciones que me han hecho: de la rodilla y de la clavícula. En ambos casos sólo recibí anestesia parcial y estuve consciente durante ambas cirugías. Aun así, una operación quirúrgica, por sencilla que parezca, implica riesgo, y mi actitud fue la misma que asumo cuando me subo a un avión: si ahora me toca, me toca. No voy a angustiarme más de la cuenta. Mejor me entierro en un buen libro.

Pero no es lo mismo que lo operen a uno que a su hijo. Total: uno ya tuvo descendencia, plantó un árbol y escribió uno que otro libro. A mí me cimbra mucho más que vayan a operar a mi hija Leonora que si fueran a operarme a mí. El lunes 7 de mayo eso es precisamente lo que sucederá, y aunque aparento paz y tranquilidad, sí me angustio, sobre todo cuando estoy completamente solo y medito en lo que ella significa para mí, y lo que el trance representa para ella.

Tengo tres hijos adultos --dos mujeres y un hombre--, y sus problemas pueden descomponerme mucho más que los míos. Sentir la angustia, frustración, depresión o los fracasos eventuales de los hijos pesa infinitamente más que los sentimientos propios de angustia, frustración, depresión o fracaso. Pero igualmente nos levantan y emocionan sus alegrías y triunfos. Tal vez más a nosotros que a ellos mismos.

Confío en que todo va a salir bien. Mientras tanto, no hay nada como un buen libro, una buena sonata o una buena película. La vida, supongo, hay que vivirla paso a paso, en tiempo presente.


Caja de resonancia

Kurt Vonnegut (1922-2007) / I

Sandro Cohen

Leer un libro cuando uno tiene menos de 20 años le da a esa obra una potencia incalculable: la fuerza que se deriva de experimentar las cosas por primera vez. Para muchos de mi generación, nacidos en los 50, esto sucedió con los libros de Hermann Hesse, los de J.R.R. Tolkein, los William Styron o con los de Kurt Vonnegut, autor de Welcome to the Monkey House; Slaughterhouse Five; The Sirens of Titan; God Bless You, Mr. Rosewater, y Cat’s Cradle.

Leí ávidamente los cuentos y novelas de Vonnegut durante mis últimos dos años de preparatoria. Tal vez seguí leyéndolo el primer año de universidad… Me es difícil estar absolutamente seguro. Pero no volví a abrir un libro suyo hasta que encontré Bluebeard (publicado en 1987) en los estantes de la biblioteca Franklin en la calle de Londres. Y luego, nada, hasta la semana pasada cuando Kurt Vonnegut murió, el día 11 de este mes.

Confieso que esperé unos días antes de zambullirme en un par de sus libros. Temí que fueran a gustarme menos, que me desencantaría con uno de los autores que más me habían marcado en mis años de más tierna lectura. Empecé con los 25 cuentos de Welcome to the Monkey House (“Bienvenidos a la casa de monos”). Tardé con ellos dos días, y habría preferido que en lugar de 25, hubieran sido 50 ó 60… De inmediato seguí con Slaughterhouse Five (“Matadero Cinco”). Puede ser precisamente porque han pasado tantos años, como 35, pero creo que estos libros me afectaron más ahora que en aquel entonces cuando estaban nuevecitos.

La crítica más fácil y superficial de los cuentos hablaría de lo fechados que están. “Son tan cincuentas y sesentas”. Exactamente. Lo que me impresionó, entre otras cosas, fue cómo Vonnegut, hace más 40 y 50 años, ya había visto claramente cómo sería la evolución política y social de Estados Unidos. Escribió cuentos como si hubiera tenido una bola de cristal en que veía los centros comerciales como imanes que atraerían a masas consumistas autómatas, los gobernantes actuales de Estados Unidos que declararían una guerra innecesaria con el sólo fin de enriquecerse y perpetuarse en el poder, el hambre de evasión y euforia artificial que causaría estragos en México y gran parte de América Latina.

Vonnegut no hizo predicciones ni empleó la ciencia ficción para pintar sociedades del futuro sino que localizó las debilidades —también las fuerzas— de su país y escribió cuentos, relatos y en ocasiones parábolas para explorar narrativamente sus posibilidades, los lugares adonde, metafóricamente, tendrían que llegar. Y esas metáforas literarias se parecen mucho al actual Estados Unidos.

Me sorprendió el registro de los cuentos. Hay desde breves relatos amorosos hasta la llamada ciencia ficción social en todo su esplendor. El lenguaje, sobrio, nunca es sobrecalentado. Conmueve paulatina, acumulativamente. Los finales, en ocasiones, son abiertos o hasta arbitrarios, pero en ocasiones poseen la contundencia de una mediana explosión. Los cuentos jamás son pretenciosos ni sermonean. Son demasiado autocríticos, como su autor…



Caja de resonancia

Kurt Vonnegut (1922-2007) / II

Sandro Cohen

De las tres colecciones de cuentos que Kurt Vonnegut publicó en vida, la más conocida es Welcome to the Monkey House (“Bienvenidos a la casa de monos”). Se trata de un libro curioso porque los 25 relatos que incluye no comparten ni estilo ni temática. El autor puede emplear lo mismo un realismo local —como en “Who Am I This Time?”, “Long Walk to Forever”, “The Foster Portfolio”, “Miss Temptation”, “More Stately Mansions”, “The Hyannis Port Story”, “The Lie”, “Go Back to Your Precious Wife and Son”, “Deer in the Works” y “The Kid Nobody Could Handle”—, como giros fantásticos o de ciencia ficción como en “Harrison Bergeron”, “Welcome to the Monkey House”, “Report on the Barnhouse Effect”, “The Euphio Question” y “Unready to Wear”.

Pero también tiene registros medios donde los aspectos fantásticos o de ciencia ficción son meramente incidentales, necesarios sólo para contar la historia. Incluso, en casos como éstos, el elemento fantástico podría ser imaginario: un engaño, o autoengaño, de uno de los personajes, como en “Tom Edison’s Shaggy Dog” (este recurso es fundamental en la novela Slaugherhouse Five (SF), que veremos en el tercero y último de esta serie de homenaje a Vonnegut).

En el cuento mencionado, el protagonista se harta de que otro hombre —parlanchín en extremo y con un perro casi tan molesto como su dueño— insista en conversar con él en el parque cuando el protagonista sólo desea leer. Para quitárselo de encima, el agraviado inventa una historia acerca del perro del inventor Thomas Alva Edison, el cual sabía hablar perfectamente. No sólo eso: le daba sus ideas al inventor, quien se las apropiaba. Como el parlanchín es entre menso e idiota, se lo cree todo y sólo medio intuye que el otro lo ha insultado con elegancia, y así el lector agraviado logra liberarse.

Con el beneficio de las más de cuatro décadas que han pasado desde que estos cuentos aparecieron por primera vez en diversas revistas de Estados Unidos, ahora parece claro que el mejor Vonnegut no era el escritor de ciencia ficción sino el crítico social satírico, dispuesto a emplear cualquier mecanismo narrativo para poner en evidencia aquello que deseaba diseccionar y exhibir. Y sus momentos más poderosos suelen darse en ausencia de naves espaciales, computadoras inteligentes y sensibles, u otros artefactos del arsenal típico del género. Los cuentos “Who Am I This Time”, “Miss Temptation”, “More Stately Mansions”, “D.P.”, “The Lie”, “Adam” y otros lo confirman. Pero el Vonnegut clásico es aquel que mezcla o dobla las fronteras que pretenden separar los subgéneros narrativos. Aquí los cuentos más representativos son “Report on the Barnhouse Effect” y “The Euphio Question”. Ambos alcanzan la calidad de SF, y cada uno a su manera es un elocuente “yo acuso”.

Vonnegut nunca fue un gran estilista, y por eso su escritura se traduce sin mayores problemas. Fue un hombre de ideas que sabía narrarlas, a diferencia de uno de sus personajes, el escritor de ciencia ficción Kilgore Trout, que según un personaje de SF, tenía muy buenas ideas… ¡Si tan sólo hubiera sabido escribir!



Caja de resonancia

Kurt Vonnegut (1922-2007) / III y último


Sandro Cohen


Kurt Vonnegut escribió más de una docena de novelas, pero la que se ha quedado atorada en el inconsciente colectivo es Slaughterhouse Five, traducido como “Matadero Cinco” (SF). Aparecido originalmente en 1969, el libro está inserto en el desmadre general que era la guerra fría entre Estados Unidos, la Unión Soviética y sendos satélites. La caliente de Vietnam estaba en su apogeo.

La historia es sencilla, pero Vonnegut eligió una estructura complejísima para contarla. Tenía sus razones. Se trata, en esencia, de la historia de Billy Pilgrim, un soldado norteamericano atrapado y capturado tras las líneas alemanas hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. No es un joven brillante ni simpático. Es un bobo de buen corazón, pero sobre todo el vehículo que el autor emplea para meter al lector en medio del infierno que son las guerras en general, la Segunda Guerra en específico, y el bombardeo incendiario de Dresde, Alemania, de parte de las fuerzas aliadas, donde murieron 135 mil personas, más que en Hiroshima tras el estallido de la bomba atómica.

Pero ésta es sólo una de las aristas de la historia. El primer capítulo, en primera persona, cuenta las dificultades que ha encontrado un veterano del bombardeo de Dresde, un prisionero de guerra —que puede ser Vonnegut mismo—, para escribir un libro sobre sus experiencias bélicas. El resto de la novela es ese libro, escrito en una engañosa tercera persona, porque técnicamente la narra una primera persona hablándole a otra en segunda. Empieza el segundo capítulo: “Escucha: // Billy Pilgrim se ha despegado en el tiempo”. Ese imperativo, Escucha, lo dice alguien, nunca sabemos quién, a alguien más… ¿Nosotros? Vuelve esta primera persona esporádicamente para que no la olvidemos.

Y Vonnegut no se detiene con esta complicación. Mediante los constantes viajes en el tiempo que hace Pilgrim, despegado en el tiempo, aparentemente sin ton ni son, se nos narra la vida del protagonista antes y después de la guerra, sobre todo a partir de cuando fue secuestrado… por extraterrestres del planeta Tralfalmadore, quienes lo metieron en un zoológico, terrícolamente correcto, junto con la actriz de cine, Montana Wildhack —también secuestrada—, para que entretengan a los tralfalmadorianos con sus copulaciones y demás extrañas costumbres. (Tienen un bebé en ese planeta). Al parecer, Billy Pilgrim sólo se siente a gusto en Tralfalmadore, y Montana es infinitamente más atractiva que su esposa…

Así, Kurt Vonnegut construye una especie de calidoscopio narrativo —seco, duro, realista— que va desde la Segunda Guerra hasta la de Vietnam, donde los villanos siempre están lejos del combate, y donde las víctimas suelen terminar con una bala entre los ojos (“So it goes” es el estribillo del libro —“Así sucede” o “Ni hablar”—, el cual aparece cada que alguien muere, que es a cada rato). Pero todo está atemperado con la existencia bufonesca aunque inofensiva de Billy Pilgrim, el pararrayos de todo, quien huye —en su cabeza, suponemos— a Tralfalmadore, desde donde la humanidad parece tener un poquito más de sentido. Pero no mucho.


Publicadas en el suplemento Laberinto del periódico Milenio Diario